Mi hija menor es muy tolerante a las tonterías de su padre. Por eso no opuso resistencia cuando con once años le hice memorizar el Dictum de Acton. Lo hice con la intención de dotarla de una pequeña arma con la que defenderse del fanatismo político y, en esencia, para enseñarle a desconfiar de quien enarbole la bandera de la superioridad moral.
Hubiese optado por la que me enseñó mi madre, «dime de qué presumes y te diré de qué careces», pero no sé por qué, me pareció que requería un nivel de abstracción superior al Dictum de Acton.
Así las cosas, mi recomendación para las futuras generaciones es que busquen la forma de limitar el poder de aquellos a los que otorgamos labores de gobierno. Y la mejor manera (barrunto) es encareciendo el coste de ejercerlo, y en especial, el coste de ejercerlo de mala manera.
Si en misión especial viajase hacia atrás en el tiempo y tuviese que refundar el estado moderno, ya no sólo separaría los poderes, sino que además separaría la definición de la agenda política de la ejecución de la misma.
Con un ejemplo, para que se me entienda. Partiría del principio del control de seguridad de los aeropuertos, donde todos somos mala gente hasta que se demuestre lo contrario. Más claro: quien ejerce gobierno debe descalzarse, poner su intimidad en una bandeja, pasar por el detector de metales y dejarse frotar la bandita antidrogas cada vez que quiera gastar el dinero de todos.
¡Uy que dices! eso haría que la administración fuera más lenta… pues estate en el aeropuerto más temprano.
Mientras más rápido se asuma, mejor.