La historia es injusta con los inventores. Los encargados de elegir lo que debe conmemorarse de manera oficial y con pompa, se han empeñado siempre en considerar, exclusivamente, hechos sociales y religiosos para hacer desfiles militares y representaciones escolares.
En cambio, los hechos tecnológicos, que realmente han introducido modificaciones transcendentales en nuestras vidas, son obviados de manera lapidaria, como si cupiese duda que los inventores de los aviones, la penicilina o el microchip no hubiesen contribuido a mejorar el mundo. Eso a mi me parece el principal desaliento que los gobiernos hacen a la maltrecha investigación. Qué niño va a querer ser científico o inventor cuando eso no tiene mérito ni produce realización.
Es una injusticia porque el inventor, además de batallar contra sus propios fantasmas, debe soportar el escarnio público por la excentricidad de sus aspiraciones: volar como los pájaros, transmitir imágenes a distancia, reproducir la voz humana o teletransportarse.
Por todo esto, hoy quiero invitarles a pensar durante diez segundos, a modo de homenaje, en la proeza que hace cien años, un 17 de diciembre, llevaron a cabo Wilbur y Orville Wright, cuando tras 4 años de esfuerzos y una voluntad a toda prueba, en una playa de Kitty Hawk, lograron mantener en vuelo un aparato más pesado que el aire, durante 59 segundos y recorriendo una infinita distancia de 284 metros. Digo proeza, porque aún hoy los expertos en eso de volar, se preguntan cómo le hicieron para levantar del suelo el Flayer III.
Estos autodidactas fabricantes de bicicletas, demostraron ante todo perseverancia y disposición hacia la experimentación científica, y para mi, una paciencia mendeliana, porque incluso su padre, que era ministro de la iglesia evangélica, les hizo prometer que jamás harían pruebas en domingo. Y eso, estoy seguro les resultó una tortura. Me imagino lo que sufrían cuando tenían algo a punto un sábado por la noche.
Dicen las malas lenguas, que cada vez que el papa visita un país aumentan las “vocaciones” sacerdotales. Eso se llama promoción. Un efecto parecido, pero para vocaciones científicas se hubiese logrado si en todas las escuelas, en la tele, en el cine, y en los baños públicos, se hubiesen recordado los cien años del primer vuelo de los hermanos Wright. Claro, aunque esto es un agravio comparativo, porque todo el mundo sabe que al final, la vocación sacerdotal es una “llamada de Dios” y la científica una excentricidad.