Planillas y direcciones

Según los grafólogos, las personas con letra pequeña andan faltos de autoconfianza, tienen un concepto más bien modesto de si mismas, se decantan por los caminos de la introversión y sucumben ante la tacañería. También tienen cosas buenas, pero como necesito sesgar la nota, pues no me sirven. Entonces: en el supuesto negado de que los diseñadores de formularios o planillas, se toman la molestia de probarlas, rellenándolas con su propia letra, nos vemos forzados a llegar a dos conclusiones: 1) son liliputienses, con lo cual, no importa cuan grande escriban, siempre les cabrá en esos minúsculos espacios que dejan, ó 2) reúnen en extremo las características grafológicas previamente expuestas. Más directamente: En qué coño estarán pensando, con perdón, cuando diseñan sus planillitas, con esos espacios manifiestamente insuficientes y esas divisiones irreales.

En esto los bancos se llevan el palmarés. Pongamos por ejemplo las planillas de depósito. Cualquiera estaría de acuerdo en que poner en ellas la cantidad en letra o simplemente un nombre de titular cuya longitud exceda la de un conciso Juan Pérez, es una misión imposible. Aunque también me permitirán una mención especial para esos trípticos diabólicos de solicitud de tarjeta de crédito. Es como un requisito implícito el ser capaz de llenarla.

Pero un elemento presente en casi todos estos medios de tortura y que pone de manifiesto la disociación de la realidad que padecemos, es la dirección. Hay unos que se empeñan en desglosar ésta en partes incoherentes, como si tuviésemos una tradición urbanística ancestral. Te piden calle, edificio o casa, apartamento, piso, número y un desconocido llamado código postal. Todo contenido obviamente, en mínimos espacios, que dada la costumbre caribe de ponerle nombre de próceres y fechas patrias a nuestras calles y avenidas, empeora la situación. A ver cómo metes allí calle Generalísimo Francisco de Miranda o Avenida Intercomunal Cabimas Ciudad Ojeda. ¿Eh?. Es que hasta cuando usamos una sola palabra, la escogemos kilométrica. Avenida Cuatricentenario.

Qué les cuesta reservar un generoso espacio para nuestras direcciones y dejar la descripción a juicio del facultativo. Porque no es tan desventajoso que, a diferencia del primer mundo, nuestras direcciones sean autoexplicativas. Es decir, ellas mismas te dicen cómo llegar. Ejemplo: Calle Los comerciantes, entre Díaz Moreno y Farriar. Diagonal a la Inspectoría de Tránsito. O ese célebre, esquina con calle tal o el muy Caraqueño, Dolores a puente Soublette. Nada de número, que eso no funciona. Porque las edificaciones, por muy modestas que sean, llevan nombre y prefijo. Si vive gente en ellos son Residencias o Conjuntos Residenciales y si trabajan son Edificios o Torres.

Creo que si nuestro espíritu es frondoso, las planillas deberían reflejarlo. Y si queremos ser más pragmáticos, colocar un espacio para instrucciones adicionales como: Subiendo por los palos grandes, como quien va para el Cada.

Creo que es más fácil cambiar las planillas, que hacer una replanificación urbanística. Aunque les aseguro que no faltará algún político progresista, que se empeñe en cambiarle el nombre a las cosas para adaptarnos a las formas.

Ya sé dónde queda Osetia del Norte

Las únicas palabras que conozco en ruso están relacionadas con el espacio. Todas bonitas: Soyuz (unión), Mir (paz), Voskhod (amanecer), Progress (progreso). Ellas siempre han entrado en contradicción con un recuerdo infantil, en el que un cura nos contaba que allá se comían a los niños, y que cualquier simpatía con el comunismo era pecado mortal. Así que la masacre de antenoche fue para mí, como si aquella contradicción surrealista hubiese cobrado vida.

Los niños son las víctimas inequívocamente inocentes de los conflictos, penurias y guerras que como viejos volcanes en activo, se diseminan por el planeta. Y la mayoría de las veces, sus verdugos ni se toman la molestia de secuestrarlos. Los niños caen por bojotes, todos los días. Desde las poco mediáticas guerras africanas, pasando por el cotidiano oriente medio, hasta los prostíbulos asiáticos o las calles latinoamericanas. Pero ya se sabe, como son niños, su escasa estatura hace que las cámaras no los puedan ver, como asociando aquí también lo pequeño con lo poco importante.

Pero lo que más inquieta, es que horrores como éstos también se olvidarán. Que en efecto son daños colaterales de conflictos inolvidables. Vamos, que son números simplemente y que según leía en la prensa por estos días, para el promedio de la población rusa, el balance era positivo, porque la cantidad de rescatados con vida superaba a los rescatados con muerte. Y para el resto de occidente, pues nada: La memoria colectiva, de la que tantas veces he hablado aquí, es lo más parecido a la memoria de los peces.

Disculpen ustedes, pero antes de comenzar a escribir el mes, necesitaba sacar algo de la tristeza contenida.

Mecanógrafos Callejeros (next generation)

En la posguerra europea te podías ganar la vida con una máquina de escribir. De vez en cuando, se dejan caer por allí en viejas películas, escenas de un escriba mecanizado, recibiendo el dictado de un obrero de pantalón ancho y gorra estrujada entre manos. Los mecanógrafos callejeros servían de intermediarios o intérpretes, a analfabetos reales o de caligrafía menesterosa; urgidos de hacer llegar noticias a su familia, o amada(s) -así se decía antes- o dirigirse formalmente ante instituciones oficiales.

En general, el mecanógrafo callejero llevaba a cabo un ejercicio de estandarización epistolar, consultoría de imagen y hasta asesor jurídico. Todo basado en la acumulación de experiencias ajenas. Incluso, dejándome llevar por el romanticismo, imagino que en muchos casos eran capaces de exaltar los sentimientos dictados y adornar a los admiradores torpes, cual Cyrano De Bergerac. Vamos, que no eran meros transcriptores.

Después de tantas transformaciones sociales, también la telecomunicación se ha convertido en un hecho privado. Sobre todo en el primer y segundo mundo. Es muy raro, salvo que el comunicante así lo quiera –y de esos hay muchos- que alguien se pueda enterar de una comunicación ajena en plena vía pública. Y esa relación de confianza con el transcriptor, diciéndole en voz baja las partes embarazosas de la misiva, ha desaparecido.

Pensé en todo esto hace unos días, mientras visitaba mi país, ya que ha brotado de sus calles un nuevo tipo de servicio de comunicación, aunque esta vez con teléfonos a la intemperie que se alquilan por minuto.

Las similitudes entre este servicio, y el de los mecanógrafos callejeros de antaño es muy interesante: En esencia, se vuelve a una pérdida de privacidad, sobre todo ayudado por la mala calidad de las líneas. El operador, quien te presta el servicio, está al tanto de todo lo que dices. El cable del auricular es lo bastante corto para facilitarle la tarea y cuando bajas mucho la voz, notas como se ofusca. Pero lo más curioso, es la habilidad que tienen para realizar, al vuelo, su servicio de consultoría, completamente gratis. Así, si oye que el cliente le dice a su interlocutor, que no sabe dónde realizar un trámite, el teleoperador le interrumpe para decirle, por ejemplo, eso es en el Ministerio del Trabajo. Si se percata de algo como -No mi amor, llevé los papeles y me dicen que hasta el martes- el sujeto le suelta un: -Mire, vaya ahorita y pregunte por el señor Apolinar, él le habilita eso barato.- Pasando obviamente, por recomendar servicios complementarios de mensajería: -Ve, hablate con Juancho, que ayer llamó a su mujer y le dijo que iba pa’ Caraca.

El caso que me faltaba, el de un enamorado en apuros, lo recolecté en una estación de servicio de carretera, en una zona rural. En esta escena, la teleoperadora seguía la conversación entre el muchacho y su novia enojada por un teléfono auxiliar (a petición imagino). Y midiendo las reacciones de la muchacha en tiempo real, iba aconsejando al afligido llanero sobre lo que tenía que decir. Aunque tuve que esforzarme, todo hay que decirlo; porque como se sabe, a las novias enojadas, se les ha de hablar pasitico.