Échame un cuento

Mi madre quería un hijo pelotero, como se llama en el Caribe a los jugadores de béisbol. Pero pronto la realidad le pudo y en lugar de bates y guantines me compró una colección de cuentos infantiles. La pagó a plazos eternos y fue el último lujo que nos permitimos antes del dieciocho de febrero del ochenta y tres, día en el que todos los habitantes de mi país pasamos a ser oficialmente pobres.

Junto a los cuentos venía otra colección. Se llamaba el Nuevo Tesoro de la Juventud, la cual no toqué cuando pequeño, porque no tenía dibujitos. Además decía de la juventud y no de los niñez, y esas cosas había que respetarlas. Los cuentos eran delgaditos, de tapas amarillas y olían a libro infantil: De papel de oblea, rebosante de chocolate, migas de amarillo número cinco y con marcas de sucio de uñas, por esa manía de subrayar con el dedo el renglón, típica de quien comienza a leer.

Pasaba unas tardes de agujero negro releyendo los cuentos, ya me los sabía de memoria y era tan riguroso en su reproducción, que siempre cometía los mismos errores juntando las sílabas y cantando los acentos. También me imaginaba los personajes y los cotejaba con los que el ilustrador ponía en el cuento. Casi siempre me hacía mi propia idea, modificaba en mi imaginación las caras y recreaba las voces y los detalles de los protagonistas. En resumen, ejercitaba mi imaginación.

En condiciones normales, eso haría de forma natural cualquier niño. Los he visto ejercitarse con los cuentos y aproximarse a las cosas del mundo. El bien y el mal (Caperucita Roja), los distintos tipos de personalidad (Los Siete enanitos, Los Tres Cerditos), la envidia (La Cenicienta), la soberbia (La gallinita de los huevos de oro), la estupidez (El traje nuevo del emperador) y así, pues. Eran conceptos complejos explicados muchas veces con recursos que, probablemente, no pasarían adecuadamente la clasificación por edades de hoy. Y que sin embargo, facilitaban el aprendizaje de valores a través del esfuerzo imaginativo.

Pero hoy los niños ven los cuentos, no (se) los leen. Y en eso hay una diferencia: Los ejercicios de la imaginación dejan de ser tutelados por la exigencia mental de los cuentos. Se entregan decapitados de esfuerzo, con menor variedad aleccionadora y faltos de heterogeneidad imaginativa. Tal vez lo único bueno, es que llevan canciones.

– – –
Para hacer memoria

Cuadros de Gente Famosa

En plena sala, en la casa de mi bisabuela, había un cuadro ecuestre de Simón Bolívar. Bueno, técnicamente era un afiche, pero eso no importa. Personalmente nunca me resultó extraño, porque las imágenes de otras gentes famosas estaban repartidas por toda la vivienda: Una estatuita de José Gregorio Hernández en la entradita, una Santa Cena de Da Vinci mirando de reojo y haciendo guardia en el comedor, y alternativamente, la Virgen María o Jesús crucificado, en las partes posteriores de las puertas, o en las cabeceras de las camas.

Pero si que había un cuadro que me llamaba la atención. Estaba en un lateral de la sala. Era el de un hombre presumiblemente bajito, de nariz egocéntrica, pipa topográfica y unos lentes a lo Renny Otolina, que parecía que había nacidos con ellos. Las mujeres le llamaban Rómulo y los hombres Betancourt.

Lo que esa generación de venezolanos sentía por sus políticos, se me antoja lo más parecido al adulterio en un pueblo. Lo digo por el respeto colectivo que inspira esta institución. Todos esos políticos provocaban una admiración ganada a pulso. Rafael Caldera, Jóvito Villalba y Gustavo Machado entre otros, habían trajinado durante años, en la clandestinidad o el exilio, para instaurar la democracia en Venezuela y aunque lo que vino después fue otra historia, esa relación especial que mantenían con el pueblo, definitivamente posibilitó en gran parte el logro de sus objetivos.

Conversando con la gente de esa generación, he descubierto que las cualidades admiradas, – si bien las realidades eran otras – estaban centradas en la inteligencia, la astucia, la honradez y la preparación para ejercer la política. No recuerdo que nadie haya hecho referencia a su garra o cualidad vengadora, si bien es cierto que las circunstancias lo hubiesen justificado.

Parecía una responsabilidad ciudadana, eso de elegir a un buen hombre, educado, correcto y probo, aunque ya sabemos, se relajó groseramente con el paso de los años.

Eran relaciones de simpatías también. Al no cargar con ningún lastre de gobierno, el tender por uno o por otro político, era una cosa más de feeling, que de ideales. Ante la falta de datos sobre su capacidad de gestión, el venezolano elegía como por intuición, y poniéndoles colores distintivos, como herencia caribe del periodo federal.

¿Existe esa intuición colectiva? Sé que corro el riesgo de perderme en la subjetividad, pero intuyo que sí. Lo que pasa es que sólo parece aflorar en los momentos decisivos, en los puntos de inflexión, en ocasiones estelares, en las cuales las sociedades necesitan aclararse un poco los pensamientos, estirar las piernas, y preguntarse por donde seguir.

Escasos ya de políticos políglotas, gente sin rabo de paja y sobre todo, faltos de bisabuelos sabios, hoy mi país está pasando por una de esas jornadas que templan el carácter. Me aferro a su intuición colectiva y a los ángeles y a los Santos. Lo que diga la mayoría, es lo que vale.

Michael Ducler

Michael Ducler es solo. Es solo como se suele decir en los pueblos, para referirse a las personas que llevan su vida con el apoyo de nadie. Es un uso curioso del verbo ser, pero que aplica tanto a las madres solteras, que crían a sus hijos íngrimas en su sacrificio -Ella es sola pa’ todo- como a esos hombres ya ancianos, que han sido olvidados por sus hijos y son acompañados ahora por sus fantasmas.

Pero la soledad de Michael es más afortunada. Es un reto hablar de su vida, porque sólo tengo tres puntos para trazar esta nota. Pero más lo es, el rellenar esos blancos sin caer en el dramatismo antológico de los artículos de Selecciones de Reader’s Digest.

Conocí a Michael hace unas semanas. Más bien, me lo presentaron. Había llegado a Santa Ana de Coro, en el Caribe venezolano haría unos quince años, digamos que de polizón, -para ponerlo fácil- procedente de Haití, su depauperada tierra natal. Michael era conocido en Coro, porque trabajaba, hasta hace unos días, como bombero (expendedor de combustible) en una concurrida estación de servicio. Y porque hablaba un español atropellado, con un dejo de colono francés, y porque era negrito. Que es mucho decir en una tierra de negros.

De pequeño yo también quería ser bombero, pero no de los que apagan incendios, sino de éstos que expenden gasolina. Mi padre siempre decía que tenían mal aspecto y olían a mono, pero a mí lo que me impresionaba era la faja de billetes que sacaban para dar el vuelto. ¡Eran millonarios! Obviamente, luego me llevé la gran decepción, como también me pasó con los cajeros de los bancos. Aclarado que un bombero gana muy poco, cualquiera observador externo llegaría a la conclusión de que Michael, como muchos otros bomberos, trabajaba para sobrevivir, pero eso era una verdad a medias. Lo hacía para algo más extremo y arriesgado todavía: Para estudiar.

Eso todo el mundo lo sabía en el pueblo, y lo respetaba, aunque con cierta incredulidad. Ya saben, no fueran a ser puros cuentos del muchacho.

Pero en el Caribe desistimos rápidamente de la envidia y los malos pensamientos, cuando las evidencias son tan contundentes, y más bien nos convertimos en respetuosos testigos y admiradores del esfuerzo ajeno. Por esta seña de identidad, es que puedo explicar el que una mañana de finales de julio, todo un teatro, lleno de familiares de graduandos ataviados de zamuro, rompiera la monotonía de los aplausos de protocolo, y se pusiera en pié para aplaudir a Michael Ducler, mientras le era otorgado el título de Médico Cirujano, después de años persiguiendo en solitario su sueño, pagado con la humildad de quien llena tanques, mide el aceite y limpia los parabrisas.

Como a lo largo de su vida, su familia tampoco pudo ser testigo de la proeza de este Haitiano tozudo, pero me consta que muchos padres corianos, aprovecharon el momento, para soltarle a su hijo el del pircing, el del tatuaje, el del chicle, junto con una miradita lateral, como de becerro: Fíjate bien muchacho e’l coño, pa’ que cojas ejemplo.

– – –
Nota del Cartero: He asumido aquí, que su nombre se escribe como suena. Días después, intenté entrevistarme con él, pero fue infructuoso. No le parecía que hubiese nada especial en su vida, como para merecer un trato distinto al resto de sus compañeros de promoción.