Roberto Gómez Bolaños (Chespirito) solía colocar una nota al inicio de sus programas que decía más o menos así: “Como una forma de respeto al público, este programa no contiene risas grabadas”, haciendo referencia a la ausencia de ingeniería humorística para resaltar las escenas teóricamente chistosas. Pero a mí lo que más me cautivó, fue el concepto de respecto al público.
Esa es la razón por la cual, nunca he escrito, directamente, sobre la situación de mi país, aunque en muchas ocasiones sintiese la necesidad de hacerlo. Consideraba una falta de respecto a mis lectores venezolanos, hablar sobre algo que no estaba viviendo de primera mano, sino por relatos familiares, prensa y televisión. Pero he tenido la oportunidad de visitar mi país luego de casi dos años, y lo he hecho entre otras cosas con la esperanza de que no fuera cierta la imagen de deterioro que en tan poco tiempo me fueron contando. Principalmente porque una situación tan depauperada sólo se da de forma tan rápida en periodos de guerra.
Como todo lo que pasa en el Caribe, su realidad me ha dejado el contrastante y dual sentimiento de quien se siente afligido y reconfortado a la vez.
La aflicción me viene por el lamentable monopolio de la politiquería –que no política- en la cotidianidad de mi país. En el discurso vacío de contenido, que se enfoca más en la apuesta por “mi gallo”, y alienta el deterioro de los valores que representan el pilar de cualquier sociedad. Puedo hablar con propiedad, y no es retórica barata, porque he tratado de tú a la pobreza desde que tengo uso de razón y sólo he podido hacerlo, por dos o tres valores básicos que me enseñaron en la infancia.
Hago referencia a los valores, porque en estos días he visto a personas pobres, que escasamente tiene para comer, portando teléfonos celulares, que pueden costar hasta tres salarios mínimos, no sé, como en un intento de falsamente parapetearse la autoestima. Porque he visto el refuerzo de la informalidad laboral que ya se venía gestando desde hace más de quince años. Porque ya hay más loterías que telenovelas, que sortean hasta dos triples por día cada una. Pero principalmente, porque no nos sentimos seguros entre nosotros mismos. Porque mueren a manos de la criminalidad en un solo fin de semana, lo que en España en todo un año. Porque hay que desconfiar de cualquiera, porque asaltan en el transporte público, en las panaderías y en la calle concurrida. Y porque ahora, eso, es lo normal.
Económicamente la situación es aun peor. Mi país tiene, creo yo, la mayor cantidad de teleoperadores del mundo. Uno en cada esquina, que revenden, al cobijo de una sombrilla playera, las llamadas hasta un cincuenta por cierto más baratas que las que se puede hacer de un teléfono particular. Creo que es por ellas, que la mayor operadora móvil de Venezuela, espera facturar este año sobre los mil millones de dólares.
He comprobado que en esencia, aquella forma de pensar a la que siempre me opuse se ha magnificado y que nuestra vulnerabilidad ante la manipulación, es sorprendente. Me encontré a un señor en una cola, que me comenzó a hablar sobre imperialismo y la dignidad nacional, creo que alentado por un comentario mío en contra de una declaración de la oposición. Antes de decirle nada, luego de su extendida exposición, le mostré el mapamundi, que estaba al final de mi agenda y le pedí que me ubicara a los Estados Unidos y me apuntó al norte de Europa. De nada sirvió mi argumentación sobre la poco beneficiosa posición de confrontación y de cómo eso lo que hacía era ir en contra de los intereses de la población. Le hice ver que desde el celular que llevaba, pasando por la pastilla para su tensión, hasta el desodorante que se ponía eran “imperiales”, pero fue inútil. Me pasó muchas veces, y por eso la aflicción. Porque el futuro se diluye en un ambiente de deshonesta y constante pelea, que no hace más que beneficiar y perjudicar, respectivamente, a los mismos de siempre.
A pesar de todo, la otra cara de la moneda, la reconfortante, ha sido la oportunidad de tocar nuevamente el Caribe, hablar en mi idioma, ser escuchado y entendido. Dejarme querer por la gente que es experta en ello, -mi familia y mis amigas- y entablar conversación con desconocidos a los cuales me une una idiosincrasia y mi única forma de ser. Después de darle muchas vueltas, creo que en esa idiosincrasia está nuestra salvación, pero no en sus matices extremos, el de barriobajero y el de elitista estilográfico, sino en ese centro coherente, que aunque echador de vaina, busca que sus hijos coman primero y que no tolera que le lleguen con juguetes ajenos.
Esto quedó más largo que de costumbre y probablemente lleno de la cruz de cada día de mis lectores… pero me hacía falta contarlo.