A veces me veo tentando a imaginar a los viejos sabios -esos que han dedicado toda su vida a un ejercicio intelectual pragmático, luchando contra corriente- manteniendo una conversación con sus nietos pequeños. Creo que para ellos debe ser algo así como la prueba del algodón de sus pensamientos. Lo digo porque teóricamente están ante el razonamiento experimental de los infantes, regularmente libre de prejuicios.
Hoy me imagino a James Lovelock, el padre de la
teoría GAIA, con un hipotético nieto de cuatro años que le suelta: Abuelo, será que con estos calores que están haciendo, nos vamos a morir todos. Reflexivo el abuelo se toma su tiempo, se acomoda en la butaca, se hace con una galletita y se apresta a responderle -a pesar de la conocida incapacidad de los intelectuales para subir al nivel de los niños-. No, no te preocupes. Haría falta mucho más calor que éste para extinguir nuestra especie… ahora, lo que si está en juego es la civilización. Dejaré allí la conversación, aunque ya pueden imaginar el encadenamiento de preguntas que comenzarán por abuelo, ¿y qué es la civilización?
Lovelock ha vuelto estos días a ser noticia. Algún lector tendrá la impresión de recordarle de algún sitio y ese es probablemente de aquel best seller, Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo. En concreto, nuestro pensador aboga por un plan de choque para luchar contra el calentamiento global. Hasta aquí las cosas no sonarían descabelladas, y de hecho, en la misma onda de las organizaciones ecologistas. Pero agrega además, que no hay tiempo para dedicarlo a la investigación en fuentes alternativas de energía menos… calentadoras, y que la salida más eficiente a corto plazo es la Energía Nuclear. (¡de escándalo!)
Desde el punto de vista de un contaminante de a pie como yo, que no tiene vehículo, que recicla el plástico, el vidrio, el papel y los tetra briks como le dicen en la tele; que utiliza ambas caras de las hojas de papel y que prefiere el tren (eléctrico) al autobus, estas discusiones de tan alto nivel siempre terminan dejándome un incómodo sabor cetónico en la boca.
Humildemente pienso, que el ciudadano medio, sobre todo en el primer mundo, no se siente implicado en el calentamiento global. Las discusiones no bajan a su realidad. No se identifica como causa del problema y pasa de ellas, como quien lee las advertencias de muerte de las cajas de cigarrillos. En este caso, las comodidades de la civilización deberían llevar advertencias similares, y aún así pienso que pasarían de ellas. Hay placeres muy fuertes y arraigados, por muy contaminante que resulten y que usualmente se muestran como logros de la civilización. Renunciar a ellos suele ser interpretado como una claudicación social. Pero algo me dice, que el problema del calentamiento global no es sólo un problema de las fuentes de energía, sino de los hábitos de consumo de la misma. Lo que siento que el planeta no soporta, son cosas más nimias, como el usar el coche para comprar el pan, que los envases de los productos sean todos de plástico, o la gotera global representada por la función stand by de los equipos electrónicos.
En fin, el único momento en el cual surgen las alarmas, es cuando los placeres se vuelven más caros que no más peligrosos…y pues, que les puedo decir, la sensación es que contaminar no cuesta dinero…y no hacerlo si.
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Pueden leer una traducción del artículo, comentada además por la gente de Crisis Energética. Vale la pena.