Especias en Extinción

Iba siempre sin afeitar, con guayabera a cremallera y una prominencia abdominal que daba la impresión de ser la depositaria de su personalidad. También era el único librero que conozco capaz de medir el precio de sus libros de segunda mano, con la misma técnica de quien escoge un melón en el mercado: Ningún libro llevaba precio. Cuando dabas con uno de tu interés, se lo señalabas, él se acercaba y lo cogía con su mano-peso, lo apretaba, le daba saltitos y finalmente te miraba y te decía, tanto. De nada servía tu mejor cara de jugador de póquer: El hombre podía leer la magnitud de tu interés a través de la rigidez de tus pestañas.

Siempre tuve la malsana impresión que este señor no sabría leer ni escribir, o que en su defecto lo haría con una elementalidad de subsistencia. Pero ese no era el problema. Lo que me incomodaba era su certero, aunque indiscriminado, método tasación, sobre todo por la escasa cuantía de mi beca y, principalmente, por mi torpeza a la hora de disimular el interés.

Hoy, cuando el librero es una especie en extinción, casi todos los vendedores de libros se le asemejan, salvo que llevan atuendos menos reñidos con el buen gusto y los precios ya vienen marcados, lo que les ahorra la habilidad. De resto, no saben lo que venden.

El sábado pasado fui a la feria del libro de Madrid, justo para apreciar a otra especie en extinción: Los escritores de izquierdas. Que no los zurdos. Si no aquellos que se identifican con una ideología, -eh… bueno si, aunque carezco de ejemplos actuales para explicar lo que eso significa-, ideología decía, que busca la felicidad del hombre con métodos… a ver, que difícil… ¡ah si!, con métodos que no son de derechas. 🙂

Quería escuchar a Eduardo Galeano, quien leía esa tarde las minúsculas historias de su último libro. Por cierto, lo hace muy bien, con un hermoso acento uruguayo de inteligente declamador de radio (otra especie extinguida). No terminé de oírlo hasta el final, aunque me interesaba lo que decía. Fui acompañado por mi amigo cyberf, y a mí eso de la tortura por amistad no me va. Aunque es justicia decir que él aguanta dignamente mis invitaciones, aunque sabe cuando decir que no, y ambos gestos en la amistad no son muy comunes por estos días, por eso lo cuido.

Luego del encuentro, hice una cola de cuarenta minutos, para verle de cerca a Galeano los apliques de oro en sus dientes. Pedirle que me firmara el libro, comprobar que la gente de izquierda parece no afligirse ante los reveces, y decirle, aunque no fuese de su incumbencia, que hace quince años había comprado un libro suyo al peso, en una venta callejera, en lo que hoy es una perfecta vena abierta de América Latina.

…de dónde hacer buen pipí.

Mediría unos tres años recién cumplidos, ojos de retratante y una urgencia enorme de hacer pipi. La practicidad de los genitales externos animó a la madre a sugerirle al niño la aventura de regar alguno de los arbolitos-palo de la plaza, esos que retan inmóviles las peladuras del final del otoño, y el urgido estuvo de acuerdo. Pero ese sentido del desperdicio propio del adulto, llevó a la madre a acercarle al árbol más a la mano –o al pipí, según se mire-, ante el cual el niño, apretándose la llave con saltitos de aguante, le decía, como auspiciado por la convicción austera de los jardineros nipones: en este no mami, en aquel otro. Creyéndose víctima de esos caprichos desesperantes, con los que de niños solemos escrutar los extremos insondables de la paciencia de los mayores, la madre se resignó y le llevó en volandas al árbol de al lado, con el mismo resultado: en este no mami, en aquel otro, ¿¡en cuál!? En aquél, señalando a un alopécico y pasmado arbolito, al final de la hilera de la plaza. Ya mientras se liberaba, haciendo diana en la raíz de aquél palito desnudo, la madre le preguntó, desde esa posición de arco, que les deja la espalda maltrecha, que por qué se empeñó en ese, teniendo tantos otros de donde escoger. La respuesta fue bien clara, alternada ya con los últimos chorritos agonizantes de su particular aspersión: Porque es el más pequeñito mami, y necesita agua para que crezca.

Pareciera un contrasentido de la evolución, que ante ciertas situaciones en la vida, optemos por decantarnos hacia el más débil. A identificarnos con el que lleva en contra las probabilidades. Hacia donde podríamos obtener menores recompensas o gratificaciones inmediatas. No me refiero a un simple sentido de solidaridad, sino a esa sensación de estar optando por lo correcto, en concordancia con la imaginación y a pesar de las miradas laterales que nos ofrece el entorno. Pienso que este detalle es el que hace que haya gente que quiera fugarse con los circos, que pinte murales para combatir las drogas, que vote por los candidatos minoritarios, visite ancianos en sus ratos libre o se haga socorrista por vacaciones, por el simple sabor de hacerlo.

Presenciar clandestinamente estas pequeñas historias, me da para creer que perdemos ese sentido en algún momento de la infancia, es una lástima. Seguro que con esto no nos acercaríamos a una utópica paz mundial y probablemente no viviríamos en un mundo mejor, pero al lo mejor, habría más gente en quien confiar… activo escaso por estos días.

Nota del Cartero: Haced ejercicio de imaginación querido lector, y pensad que el niño apunta a un árbol y no a un soldado. Es que no encontré una foto más adecuada. Contra ellos no tengo nada, sólo me preocupa cuando van a la guerra.

El derecho a la ignorancia

Me vi obligado a releer la noticia. Una alta funcionaria de educación de una comunidad autónoma de por aquí, defendía en unas declaraciones el derecho a la ignorancia. Resumidamente: el “derecho” de un niño a no querer estudiar. Aunque se refería específicamente a los niños de inmigrantes ilegales y otros de etnia gitana. Entre otras cosas afirmó: el que ha cruzado en patera [balsa] no ha venido a estudiar 3º de ESO [Educación Secundaria Obligatoria]. Además, a mí me crea un conflicto en clase porque ese niño no quiere estar ahí, añadiendo luego: Algo parecido ocurre con los gitanos. El niño lo que quiere es ir con su padre con la fregoneta [furgoneta, vehículo de reparto] al mercado a vender fruta.

Obviamente, no voy a entrar en el análisis de la política educativa interna. Sólo me limitaré a comentarles la reflexión-reflejo que me vino a la cabeza, que no fue otra que la de los países del tercer mundo; donde nos hemos acostumbrado a ver la ignorancia como un derecho y también cómo un deber.

Siempre me sorprendió descubrir, como un alto porcentaje de la deserción escolar durante mi infancia, estaba claramente identificaba en la propia voluntad de mis compañeros. Muchachos hijos de campesinos que no le veían -con razón- utilidad alguna a la Historia del Arte y mucho menos a los polinomios y sucumbían antes de las vacaciones de diciembre a las tentaciones de lo tangible. Esto, sin la menor resistencia de sus padres. De hecho, escuchaba las mismas declaraciones: Y que voy a hacer si el muchacho no me quiere estudiar. Aunque también he de admitir haber escuchado frases de contención, de boca de padres responsables, dignas de aparecer en una antología sarcástica: Yo te traje a este mundo y yo te puedo sacar de él si no te gradúas de bachiller. ¿Está claro?

Lo cierto es que el grave problema de la pobreza endémica de los países del tercer mundo, es que somos un pez social que se muerde la cola. ¿Quién convence a un padre, -mejor madre, que nuestra pobreza es matriarcal- que el estudio puede mejorar el futuro de su hijo? ¿Cuáles son los ejemplos a los que puede recurrir en su argumentación? ¿Cómo se convence a sí mismo, que el bienestar está en que su hijo sepa de fracciones y en leer a Homero? En la pobreza extrema y sin esperanza, da la impresión que la paternidad responsable justifica el no enviar al niño a la escuela y enseñarle en su lugar, el arte de la supervivencia. Deber y derecho.

Desde el punto de vista de la familia en pobreza extrema, el “gasto” en un modelo educativo que no provea a sus hijos, al alcanzar su edad laboral, de un oficio con el cual ganarse la vida, es definitiva y absolutamente un desperdicio. Y miren que no soy asiduo a lo taxativo.

Este es el tipo de nota que no me gusta escribir. En el que me quedo seco de conclusiones constructivas y viendo como lo que se le enseña hoy en día a un joven, no le servirá siquiera como fuente de ese extraño placer del conocimiento.