Pretérito perfecto

Aquí, las referencias al pasado están monopolizadas por el pretérito perfecto compuesto. Tranquilos, que no voy de clase de gramática, sino de temperamentos. Veamos: Si un caribe de a pie, pisa accidentalmente una concha de plátano y se cae, luego de los sagrados improperios, relatará lo acontecido haciendo uso, casi exclusivamente, del pretérito perfecto simple: ¡Me caí! Si esto mismo le sucede a un españolito medio, casi con toda seguridad, relatará su accidente en pretérito perfecto compuesto: ¡Me he caído!

Me parece que, a veces, la forma de hablar denota mucho nuestra forma de pensar. Estos dos tiempos verbales tienen, gramaticalmente, usos distintos. El pretérito perfecto compuesto, (¡Me he caído!) se usa para referirse a una acción ya terminada, pero cuyas consecuencias existen aún en el presente. Con nuestro ejemplo, resulta que quien se cayó, aún le duele, lo tiene presente, fresco, aún le importa. Se le suele llamar también de una forma muy sugerente, digna de la serie Star Trek: antepresente. Por otra parte, el pretérito perfecto simple (¡Me caí!) se usa para referirse a una acción ya terminada y que no tiene vinculación con el presente. Lo que pasó, pasó.

Me resulta tentador imaginar que esto tenga relación con el temperamento. El Caribe, descuida mucho el pasado y casi no dedica energía a reflexionar sobre él. De hecho, lo considera como una pérdida de tiempo. Así, el pasado lo cuenta siempre lejano, aunque se esté refiriendo a lo acontecido hace cinco minutos. Incluso desde pequeños, cuando estamos aprendiendo a caminar y nos caemos, los mayores nos animan a que nos levantemos, a que no lloremos, que eso no duele, que ya pasó. De mayores lo mismo: Me quedé dormido esta mañana, llegué tarde al trabajo y el jefe me miró feo. ¡No pasa nada, pa’lante!. Esto podría resultar una excelente terapia psicológica, pero a su vez, una soga al cuello cuando se trata de cosas transcendentales, como la política y el amor. Por eso, es probable que también seamos poco propensos al rencor colectivo. No sé. Somos como desconfiados para lo cotidiano pero ingenuos para lo trascendental.

Por el contrario, el español medio, distingue en el hablar –creo que más por costumbre y de forma inconciente- la influencia del pasado en su presente. Y mantiene vivas aquellas cosas que le condicionan su actualidad. Algunas no las llegan a olvidar nunca, y reacciona ante ellas con reflejos condicionados.

Todo esto lo traigo a colación, ya que por estos días, hay una pregunta-lema colectiva que se hace en pretérito perfecto compuesto: ¿quién ha sido? Y hasta yo la digo así. La intuición de la respuesta tiene alarmas encendidas por toda Europa y le ha dado la vuelta política a un país, que se encontró con la infamia, en las vías del ferrocarril.

Sin bandera y con paraguas

Al llegar me di cuenta que no llevaba bandera. Había salido del trabajo directo a la manifestación y lo único que llevaba en las manos era la botella de agua, unas notas, y el periódico del día. Pero ayer tarde no hacía falta, era la tarde de los paraguas y ese sí que lo llevaba, más como amuleto meteorológico, que como destartalada herramienta de protección.

Nunca había permanecido tanto tiempo bajo la lluvia. Nadie se movía, y eso me hizo pensar que probablemente los paseos de Recoletos y El Prado se quedarían cortos. Los helicópteros batían con sus hélices las nubes, que no paraban de llorar. A esa hora toda España hacía lo mismo, dejando a un lado las diferencias políticas del día anterior, la campaña electoral de la semana anterior, la desconfianza mutua del mes anterior y manifestando realmente unidos ante una infamia.

Después de Tiananmen , nunca había visto a un chino manifestando y ayer lo vi. Con una pancarta de la asociación de empresarios chinos. Y vi negros azules y rumanos transparentes y suramericanos tristes, más tristes que nunca. Y achacosas ancianas con zapatos de monja estéril y velas impermeables. Y parejas con sus niños. Todos con paraguas. Todos forasteros, porque en Madrid, casi nadie es de Madrid. Los muertos y víctimas de los trenes que llavaban los números 17.305, 21.431, 21.435 y 21.713 eran y son una muestra más que representativa de los habitantes de esta ciudad. Sólo entre los muertos hay once nacionalidades distintas. El gobierno ha decidido adoptarlas y ha otorgado la nacionalidad española a todas las victimas extranjeras y sus familiares, como gesto de solidaridad.

Volví a casa empapado, drenado y con bandera. Una de luto en pegatina, que un espontáneo me colocó en la solapa. Fue una tarde húmeda, una conspiración de la naturaleza para disimular las lágrimas de un pueblo, del que ya me voy creyendo aquello, de que no está hecho para el desaliento.

Asesinados

Llevábamos detenidos en la vía cerca de diez minutos. Pero en hora punta suele ser normal. El pasaje ya había comenzado a realizar esa curiosa rutina de nado sincronizado: mirando el reloj mientras mueven la pierna sentada. Eran las siete y cuarenta y cinco de esta misma mañana. En un silencio de «paso de ángel», el maquinista activó la megafonía interna y reportó con una neutralidad suiza, el sucinto mensaje: Todo el servicio de trenes de cercanías se encuentra detenido, motivado a un atentado terrorista en la estación de Atocha. Disculpen las molestias. Esta vez, el léxico del maquinista fue contundente. No dejó la duda que dejan los tecnicismos. Fue claro como para dejar el tren en silencio, disculpando en la incertidumbre, las molestias de la muerte.

En la cara opuesta a la ruta de mi tren, en la estación-colmena de Atocha, la más transitada de toda la red, y en otras tres de la zona sur-este de Madrid, el terrorismo había hecho estallar las vidas de adormilados hombres, mujeres e infantes, que se dirigían a sus trabajos en obras de construcción, almacenes por departamentos y pupitres de metacrilato.

Mientras escribo esta nota, para drenar la consternación, los muertos ya alcanzan los ciento setenta y tres, y setecientos once los heridos. Atentar en un tren, es como hacerlo en varios aviones. Un convoy como los atacados, abarrotado en hora punta, puede llevar cerca de mil cuatrocientas personas. La vileza quería asegurarse, y colocó una bomba por vagón.

Terrorismo es una palabra que muestra la contundencia de su significado, cuanto más cerca nos grita al oído. Lo de hoy en Madrid, ha sido un estruendo, al menos para mi. Porque aunque no me gusten las grandes ciudades, ni la amargada premura de la metrópili, tampoco soporto verlas sufrir, ni sangrar, ni peregrinar con sus (nuestros) muertos y heridos, por las pantallas de la televisión.

Ánimo Madridz.