Un día, estaba intentando averiguar para qué servía el botón con las siglas SW, del radio de la casa. Tendría unos doce años recién cumplidos. Esa edad en la cual la ingenuidad comienza a ser castigada y los adultos te prueban para ejercitarte. Un tío loco, ufólogo aficionado, me dijo que servía para escuchar a los marcianos. Y pues, cuando comencé a mover el dial y a escuchar sonidos como “de otros mundos” palidecí.
Afortunadamente, unas rayitas más adelante me topé con algo que sonaba familiar, una tal Radio Netherlands, dónde hablaban holandés en perfecto castellano. Y fue así como entré en una adolescencia auspiciada por el diexismo.
Estaciones como éstas te invitaban a reportar sus transmisiones a través de una postal, cuya recepción acusaban en sus programas. Que ilusión. En mi vida había enviado una carta y menos una postal, pero me animé. Para mí fue una aventura de incredulidad.
Compré una amarillenta postal del amazonas, porque no había de otra. El espacio para el mensaje se me acabó después que escribí el inapropiado “Me dirijo a ustedes…” y la sensación de inutilidad de la misiva salió a relucir inmediatamente. Fui disminuyendo el tamaño de la letra hasta que logré decirles en cual dial los recibía, y no quedó espacio ni para contar el programa que más me gustaba. Puse la dirección en el lugar indicado y me asusté al ver que también incluía un espacio para la estampilla. ¡Coño!, me dije, como que esto viaja desnudo.
Que desgracia. Resulta que las postales son un atentado oficial contra la privacidad. Me negué. Y a pesar de la explicación-burla del señor del correo, compré un sobre “para postal” y así la envíe. No me encontraba cómodo con la idea que alguien pudiera leer mi correspondencia. Jamás escuché la recepción de la misma, pero si que me enviaron en respuesta una postal desnuda. Que pena.
Todo esto viene a cuento, porque un domingo de éstos, mientras vagaba por un popular mercado de segunda mano de Madrid, me topé con una curiosidad postal: Un gitano que vendía tarjetas postales usadas a veinte céntimos. No me aguanté y escogí tres al azar. Todas con al menos treintas años de antigüedad y variados saludos típicos de postales. Las primeras que he comprado, no hacen más que fungir de testigos de viaje y tienen la vocación transparente de inspiradoras de envidias. Los destinatarios son cualquier Juan Pérez y sus direcciones y mensajes de dominio público. Vamos, que en contra de mis principios estoy atrapado por un voyeurismo postal. Algo me dice que ocultas en su desnudez, se deben hallar un montón de buenas historias.
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