En las grandes ciudades hasta las putas terminan siendo un problema. En los pueblos en cambio, las putas – que no la prostitución – son “aceptadas” cual otros males necesarios, como la iglesia, los políticos, el matrimonio o el adulterio. Pero en la gran ciudad todo se desmadra y lo que en un pueblo es una profesión que sigue una tendencia estadística casi ancestral, como el porcentaje de corruptos, de homosexuales, mojas, choferes o maestros; se transforma en la ciudad en el infierno aterrador de la trata de blancas.
En Europa por ejemplo, casi el setenta por ciento de las prostitutas son extranjeras indocumentadas, traficadas por bandas organizadas que las someten a explotación sexual. De hecho, no me gusta llamarlas prostitutas, porque en realidad son esclavas sexuales que generan para las mafias cerca de 100.000 millones de euros anuales. Un alto porcentaje de ellas, son capturadas en países pobres y obligadas a prostituirse bajo amenaza de muerte, propia o de sus familias. En España, de ese 70%, treinta y siete de cada cien son subsaharianas, un veintidós por ciento latinoamericanas y el resto de Europa del este. Eso ya no es un fusible social a las presiones de la carne, como solía decir un profesor amigo, sino un horrendo escenario de aniquilación humana.
Las putas de pueblo también eran indocumentadas, pero bastaba mirarle a los ojos para identificarles. Incluso me atrevería a decir que socialmente se les tenía en alta estima, aunque bajo el silencio al que invitan las buenas costumbres. Tarde o temprano, ante la falta de primas alegres, las familias recurrían a ellas para encomendar la iniciación carnal de los varones, que con mayor o menor suerte, se quitaban de encima la etiqueta social de la indefinición. En la dual simplicidad del pensamiento tribal se solía dicir: en la familía habrá locos, pero maricos no.
Aunque casi todas no fuesen más que damnificadas de la vida, se agenciaban un ambiente asociado a la alegría. Este contrastaba con las tristes historias que contaban a sus clientes-confidentes, cada vez con nuevos matices, y ante una botella de ron, que jamás probaban. Particularmente me inclino más a pensar que se contaban sus propias vidas a sí mismas, e iban cambiando los culpables y los odios, a medida que el tiempo se encargaba de borrar los recuerdos de su piel.
Era curioso, pero muchos prostíbulos eran regentados por mujeres, casadas y señoras de su casa, que ofrecían a la propia sociedad los mecanismos de control que protegían la salud y la moral del pueblo. Las putas eran pocas, conocidas y “ejercían” la profesión con unos rasgos muy caribes: Puta se llamaba sólo a las freelance, las otras eran “las muchachas”, que ejercían cada una en su pieza-casa. Detrás de cada puerta, la cruz de palma bendita, el cuadro de la mano poderosa (ver la imagen que acompaña esta nota) y el certificado de salud.
La jerarquía entre ellas, como en cualquier poder moderno, se fraguaba a base de rumores y mentiras, que terminaban minando por igual la curiosidad de imberbes inexpertos y adultos incautos. En mi pueblo por ejemplo, había una próspera hacendada, de origen chino, dueña además de un restaurante y un almacén. Todos cuentan que su fortuna la hizo cuando siendo una joven y exótica meretriz, puso a circular la tentadora especie, de que las chinas tenía sus partes íntimas de forma tan horizontal como sus ojos.