Desde que entró en desuso la Santa Inquisición, hemos hecho infructuosos esfuerzos para buscar formas eficientes de torturar al hereje. El advenimiento de la modernidad ha resuelto el entuerto, y nos ha dotado con una de las más sublimes, a la par que eficaces, formas de tortura: El servicio de atención al cliente.
Todo empezó un lunes por la mañana, cuando el dueño del negocio se encontraba indispuesto. En eso se le ocurrió delegar la recepción de quejas, que cortésmente ofrecía a sus clientes, a un empleado sobrino del marqués de Sade, que estaba desocupado y a quién no le importaba para nada el negocio. Éste, auspiciado por la complicidad masoquista de sus clientes, hacía ver como que las cosas iban de maravilla y que los clientes necesitaban de atención, mientras repartía con ímpetu las dosis de latigazos. Se hacían colas y colas de espera y se intuyó que era bueno.
De la noche a la mañana, surgieron los Departamentos de Atención al Cliente, como eufemismo sustitutivo para el malsonante Departamento de Quejas. Se contrató personal y se encargó su formación en caradurismo, a funcionarios expulsados del sector público por maltrato de animales. Consecuentemente, las empresas comenzaron a ¡cobrar al cliente por recibir sus quejas! y a refinar sus tratamientos para evitar las antiestéticas marcas corporales, producidas por los latigazos: Colas interminables, caídas del sistema, variaciones de temperatura, abandonos programados de taquilla, y un fondo musical de AM dominguera. Todo con una pulcritud científica ante la cual Taylor se quitaría el sombrero.
Con el tiempo, se reportaron hechos lamentables de agresiones físicas y hasta asesinatos en las oficinas de las empresas. Había que buscar una solución, así nació el servicio no presencial. La temida «Atención» Telefónica. De paso, se borró de un plumazo el requisito de “buena presencia” en las solicitudes de personal, y se comenzó a emplear a los feos, que además son más baratos.
Pero en el primer mundo es donde han alcanzado el cenit, con la invención del Call Center y el completo outsourcing de la atención telefónica. De entrada no hace falta formar a nadie, el único requisito es saber leer y escribir (más o menos). También está muy bien visto si no tienes conocimientos acerca de los servicios de la empresa, eso ayuda a desesperar a los clientes sin esforzarse. Luego, el cliente realiza la llamada a un teléfono de pago por el que la empresa recibe ingresos. Lo programan con el tiempo mínimo de espera y hay algunos que hasta tienen una rutina de ruleteo aleatorio incorporado, para alargar la llamada.
Finalmente, luego de preguntar por obviedades dilatantes, los simpáticos “operadores” – que a mi juicio también son víctimas – se limitan a pulsar un botón en el sistema que les proporciona una respuesta aleatoria, de forma independiente del problema del cliente. Si el cliente se ofusca (¡uh! ¡quiero más!), otra respuesta aleatoria y así hasta el infinito, total, es una ofuscación rentable.