Tal vez se tratase de un desliz del redactor de la noticia: El titular hacía un suspicaz uso de la palabra tecnología para referirse a unos artilugios que permitirían reducir el índice de enfermedades respiratorias y oculares, entre las cocineras y los escolares de una escuela rural guatemalteca. La curiosidad por el uso de la palabra tecnología en el titular, me invitó a seguir atento al desarrollo del reportaje, además, obviamente, del reposo para el alma que significa oír una buena noticia.
La buena nueva iba de una ONG española que estaba instalando unas modernas cocinas que evitaban la emisión de humo. Porque resulta que en las zonas rurales – principalmente indígenas – de Centroamérica la mayoría de las cocinas son de leña a fuego abierto. Algo así como las tres piedras, la leña y la ollita con que se hacen los sancochos, un domingo de río.
Mi sorpresa llegó cuando puede ver las imágenes y reconocí la tecnología, europea por cierto, patentada por el británico John Sibthrope ¡allá por 1630!. Se trataba de una cocina, también a leña, pero con chimenea, que evita la emisión de humo. La típica cocina colonial, que aún subsiste en muchos parajes turísticos europeos y en pueblos de los andes suramericanos, a los que llegaron llevadas por los colonizadores.
Hay dos cosas innegables en la noticia. Por un lado, si que se trataba de una tecnología y por otro, que en efecto representaba una mejora en la calidad de vida de las sacrificadas cocineras, que ya no pasarían hasta seis horas diarias expuestas al humo de la leña. Pero lo que me resultó dramático fue el ejemplo extremo de dependencia tecnológica, que también me dejó pensando sobre las razones que obstaculizan el desarrollo tecnológico de una sociedad; en este caso, la de las zonas rurales de Guatemala. Contimás en aspectos tan cotidianos como la cocina. Sucintamente: qué hizo que a los ingleses les molestara el humo de la leña al cocinar y actuaran en consecuencia, y los Centroamericanos no. Qué ha hecho que una sociedad que antes de la llegada de los españoles, había parido hijos que idearon calendarios solares perfectos, no haya dado, en quinientos años, con un John Sibthrope local, que les salvara del molesto humo de las cocinas. (O al menos copiárselo.)
De momento no lo sé, sigo pensándolo. Lo que si tengo claro, es que ejemplos como estos, permanecen ocultos por la cotidianidad. Montones de inventos que el tercer mundo puede usar y mejorar y por el que no tendría que pagar royalties a nadie. Y que por otro lado, representaría saltos de gigante en la calidad de vida de depauperados pueblos, que ni siquiera conocen el término.
La dependencia tecnológica no se reduce sustituyendo la técnica invasora por lo autóctono, como aspiran algunos nacionalistas trasnochados, sino dominándola y mejorándola. Y éste no es precisamente el camino que se recorre en el tercer mundo.
Para nuestros pueblos, la independencia entendida como autodeterminación con autosuficiencia es una utopía. No hay casi nada a nuestro alrededor que seamos capaces de producir económica y competitivamente, por nosotros mismos. Por hacer, no hacemos ni condones. A lo que sí podemos aspirar, es a la interdependencia, propiciada por el dominio y el aprovechamiento de la tecnología ajena. A ver, que no voy secundando a Unamuno con aquello de que inventen ellos, sino propiciando la innovación por dominio previo.
Además de ésta, me daría un fresquito enterarme de la incorporación de tecnología en el ámbito educativo, que permita dejar saber a los niños del tercer mundo, cómo se lee, como se suma, se saca una regla de tres, o se cultiva más productivamente la tierra. De allí en adelante, ellos se buscan la vida.