Me fascinan esas ocasiones en las cuales Dios da prueba de su existencia; abre un hueco algodonado entre las nubes y asoma la cabeza como quien mira al de abajo desde la litera de arriba. Este fin de semana ha sido una de esas ocasiones: He podido asistir a mi primer Gran Premio de Fórmula Uno, que puede ser poco, pero un salto cuántico para un humilde seguidor que desde pequeño madrugaba los domingos, en un recóndito pueblo del Caribe, para escuchar las clases magistrales de las transmisiones que de éste Gran Circo realizaba el profesor Robert Rodríguez. Y que lloró a mares cuando se apagó su ídolo Ayrton.
Era uno de esos sueños que nacen con el estigma de la procrastinación y que una vez satisfechos, en lugar de saciarte, no hacen más que acrecentar las ganas. Han sido tres días de aventura y felicidad, que además han coincidido con que mi piloto favorito esté liderando el campeonato.
He podido corroborar mi excéntrica teoría de que la vida moderna puede ser explicada a través de la Fórmula Uno y sus múltiples condicionantes. Y también asegurarme que nunca se disfruta tanto, como cuando puedes poner tus seis sentidos, completa y absortamente, en vivir lo que te gusta.
Aunque me duelen todos y cada uno de los músculos de mis piernas, por explorar y conocer cada rincón del circuito de Montmeló, aunque haya cogido una exaltación extremada del ánimo por las cervezas que nos tomamos E. y yo, y aunque tenga una insolación del carajo, me queda la convicción de que nada podrá borrar la intensidad, la aventura y el disfrute de una de esas ocasiones en las cuales, Dios da pruebas de su existencia.
Sólo quería compartirlo, querido lector.