El Señor Yamamoto es propietario de una floristería muy particular. Enamorado y respetuoso de su profesión de forjador de sonrisas – como figura en su tarjeta – se niega a preconfeccionar arreglos florales y a exponer sus fotografías en un catálogo. Yamamoto argumenta que su establecimiento no es un Burguer, donde la gente señala con el dedo a un menú para saciar un instinto. Insiste en que las flores deben ser un mensajero cómplice y no un pretexto. Así las cosas, quien desee enviar flores con el Señor Yamamoto, debe concertar una cita.
Su taller derrocha minimalismo y está pintado con esos colores extraños que no tienen nombres propios, sino que los toman prestados de la naturaleza, como lila, malva o melocotón. Luego de ofrecerte una infusión de te verde y guardar un incómodo silencio de confesor benevolente, te dedica una mirada con el gesto inconfundible de quien otorga la palabra.
Eh… sólo quería enviar unas flores a una chica, Señor Yamamoto, es la obviedad con la que empiezan todos sus clientes primerizos. Él reacciona asintiendo respetuosamente con la cabeza y moviendo sus manos lentamente hacia adelante, como si estuviera en una sesión de tai chi, que fácilmente se interpreta como un: Vale, háblame de ella. El Señor Yamamoto no te quita la mirada mientras a sorbitos se bebe la infusión. Cuando te estancas ya en las simplezas, coge una flor, le acorta el tallo y comienza a preparar un ramo a medida, ataviado con una serenidad contagiosa. Mientras sigues hablando va agregando detalles, en los cuales comienzas a ver reflejados los sentimientos que describes. Si te detienes, también interpreta tu silencio, recoloca una rosa, columpia un tulipán o espolvorea una ramita de eucalipto.
Cuando no atinas a decir nada más y sólo quedan los gestos, el arreglo floral alcanza su esplendor y te quedas turulato. A veces el Señor Yamamoto no se mueve. Algunos clientes se confunden porque sienten que no se dan a entender, pero él les mitiga la incertidumbre invitándoles a continuar. Al cabo de un rato, cuando se quedan sin palabras, mirando al suelo, Yamamoto toma una rosa, la peina con suavidad y se las ofrece como producto terminado, con aquella gestualidad milenaria que prescinde de palabras: Ella sabe todo lo que deseas decir.
Pero lo que deja perplejos a quienes recurren a el Señor Yamamoto por primera vez, no es su destreza para la floristería, ni la atmósfera de su establecimiento, o lo excéntrico de su técnica, sino las disculpas condescendiente de la recepcionista, mientras te toma los datos para realizar el envío: Espero que no se haya sentido incómodo señor, lo que pasa es que el Señor Yamamoto no entiende ni pizca de Castellano.