Sufijos diminutivos

¿A que es curioso el uso que los latinoamericanos hacemos de los sufijos diminutivos? De hecho, es una cosa que nos homologa, nos hace de lo más peculiares al hablar, porque no los usamos sólo para dismunir sino también para maximizar. Cuando queremos indicar que algo es muy rápido, en lugar que tirar por el adjetivo superlativo, nos lanzamos con un rapidito o incluso, un veloz rapiditico, que es, como se ve, extremadamente breve. Lo mismo pasa, por ejemplo, con ligero, (aludiendo a brevedad o peso) que se convierte en ligerito.

Como tampoco somos muy propensos a los excesos léxicos, mitigamos las palabras de gran magnitud, con un sufijo diminutivo. Como para no agraviar, como para quitarle peso al asunto. Así, las cosas no están lejos, sino lejito, algo grande se atenúa en grandecito y lo vasto no es bastante, sino bastantico. Y que decir de las complicaciones, cuando son simplemente complicaditas.

Pero el mejor de los usos, es esa disminución elogiosa. Respetuosa, benevolente. Como cuando el nuevo novio de la nieta es educadito o la chica de recepción es formalita. Somos, si cabe, vanguardistas lingüísticos, porque a esas disminuciones tan positivas las podemos hacer crecer a punta de adjetivos superlativos: ¿Juan?, a mi me parece muy seriecito.

Y después dicen que en el caribe no somos polite.


Nota del cartero: Lo del uso irónico de los sufijos diminutivos, lo dejamos para otro día.

Yo digo lo que veo

El verano pasado asomaba en la nota, Si Bolívar hubiese tenido email, la inminente necesidad de legislar sobre la privacidad post mortem. Sobre todo el en ámbito de la información electrónica. No lo hacía con un sentido premonitorio, ni de pitonizo digital, sino con ese aire distendido presente en la popular canción de finales de los sententa, interpretada por la ungida por Dios Billo’s Caracas Boys, en la cual un Brujo se escudaba ante sus clientes de las consencuencias de sus predicciones con grave gruñido: Yo digo lo que veo.

Hace unos días leí con sorpresa (no me lo esperaba tan pronto) esta noticia, en la cual la familia de un soldado estadounidense, muerto en noviembre pasado en la invasión de Irak, reclamaba al servicio de email de la compañía Yahoo, acceso a la cuenta del difunto. Es probable que situaciones similares se hayan presentado con anterioridad, incluso desde hace años, pero lo que marca la diferencia ahora, es que probablemente se planteará un juicio, y se sentará precedente sobre el asunto, poco más o menos con la intencionalidad que les comenté en aquella nota. Yahoo se niega a dar acceso a los familiares, basándose en el acuerdo de confidencialidad que enmarca la cuenta gratuita que poseía el muchacho, y que no es más que un acuerdo privado. Y la familia argumenta su derecho de acceso a la cuenta, con el mismo sentido y razonamiento de quien reclama acceso a la caja de zapatos de los recuerdos que solemos albergar secretamente, en algún lugar de nuestro habitación.

Vale la pena seguir la evolución de esta situación. Porque permitirá también introducir otros elementos importantes, como por ejemplo, la validez legal el anonimato que pulula sobre Internet. Pongamos por caso: cómo demostrar que soy el deudo del propietario de una cuenta de correo electrónico cuyos datos son ficticios.

De momento, según se infiere de la nota de prensa, muchas familias que pasan por situaciones similares recurren a cerrajeros digitales, para violar la seguridad de las cuentas y así acceder a la información allí contenida. Vamos, el viejo truco. Pero no debería ser la forma.

Me late que la privacidad post morten debería ser un derecho humano. Creo que seguimos siendo humanos, sólo por el hecho de haberlo sido.

Ergo.

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Nota del Cartero: Feliz año nuevo queridos lectores.