Solía pasar en las escenas más emocionantes de las películas, en los partidos de Béisbol con tres en base y casi siempre antes de nuestro programa preferido. El aparato de televisión perdía la señal, comenzaba a mostrar lluvia y a deformar la cara de los seres pequeñitos que, pensaba yo, estaban dentro de la tele. En lugar de drenar la frustración colectiva con lamentos, en el salón se hacía un silencio áspero y expectante, a la espera de la intervención de mi Abuelo que ordenaría que de forma perentoria uno de mis tíos cumpliera con la importante misión de salir al patio a mover la antena.
Para mi era todo un espectáculo. Porque en ese momento todos los espectadores nos convertíamos en catadores de señal televisiva, que indicábamos a grito en voz y todos a la vez “un poquito más”, “pal otro lao”, ahí, ahí… hasta mejorar la señal o escuchar que mi Abuelo, analfabeta pero muy sabio, dijese. Dejalo, que eso es allá. Obviamente, hacía referencia a que el fallo no estaba en la antena sino en el origen de la señal.
La imprecisión fascinante de ese allá me carcomía de curiosidad, hasta que un día, que no pude más, fui directo para develar el misterio. Abuelo, humildemente pregunté. ¿y dónde queda allá? Sin mirarme, como suelen hacer los abuelos para marcar la distancia de la sabiduría, respondió: Allá está en Caracas. ¿Y qué es Caracas, como era de esperar continúe, a lo que él dejó caer, agregando su gesto de desesperación con el que anunciaba – tratándome con diminutivo – que sería la última pregunta que contestaría: Caracas es donde está todo.
Mi Abuelo no supo lo que hizo. De allí en adelante Caracas se convirtió en mi obsesión. Quería viajar al sitio donde estaba todo, conocer dónde es allá. Podría verlo y tocarlo todo. Lo primero que haría sería buscar al General Lee aquel Dodge fabuloso de los Duques del Peligro, y luego pasear por alguna plaza a ver si corría con la suerte de toparme por allá con la señora Samantha Stephens, mi Amor platónico hasta la pubertad.
Mis tíos se burlaban tiernamente de mi, porque me insistían en que estos personajes de ficción – otra extraña palabra – no vivían en Caracas, sino en Estados Unidos, a lo que yo replicaba, sintiéndome poseedor de una lógica aplastante, que no importaba, porque Estados Unidos también estaba en Caracas, porque allí estaba todo.
Lo recordaba esta mañana por casualidad, cuando salía del metro. Me venía preguntando cuál había sido mi primer contacto con la globalización, con esa sensación de cercanía e influencia en mi cotidianidad de cosas y personas que no habían sido tradicionalmente mías, que incluso me desconocían y que no se paraban a preguntar si calarían en mi forma de vivir, porque simplemente lo daban por sentado.
Y es que la globalización entra por los ojos a lomos de la ficción. Sólo así se explica que me sienta cómodo viendo cómo se resuelven crímenes horrendos en ciudades donde nunca he estado, o cómo un nuevo producto puede llegar a mi mesa como un viejo conocido, aunque no lo haya probado nunca, porque ya lo habría visto en la mesa de algún personaje de ficción.