En lo que llevamos de Verano he contado siete. Cada una cojea con su ademán especial, con cara_de_todo_el_mundo_me_mira, y moviendo graciosamente el pie, como intentando domar un potro salvaje (me molesta usar lugares comunes, pero, querido lector, tengo mucho calor y me da flojera). Me refiero a la experiencia que, casi siempre las mujeres, viven con el más poco fiable de los artículos estivales: La sandalia de verano. Sobre todo cuando ésta sucumbe, se rompe y las abandona.
Por todos es conocida su efímera fiabilidad, pendiendo siempre de un dedo gordo y agobiado por tener que caminar estrangulado, a merced de una irritante tirita-verdugo e intentando zafarse de ella (disimuladamente). Pero la que se topa conmigo es otra curiosidad: Por qué la gente, ante semejante tragedia, no prescinde de ellas (las sandalias), y se lanza a caminar descalzo, que es como Dios lo trajo a uno al mundo.
Abstraído en el análisis soporífero bajo un sol de justicia (perdón otra vez por el lugar común) pienso que tal vez sea porque en occidente le hemos perdido el gusto a caminar descalzos. Aunque claro, me digo para mis adentros, no es lo mismo perder una sandalia al cobijo de un pueblo campestre, con senderitos de tierra blanda y travesías otoñales alfombradas con hojas ocres entristecidas por una brisa serena, que en medio de la Gran Vía madrileña con un asfalto en estado de magma y cuarenta grados a la sombra.
Así las cosas, perder una sandalia es peor que andar desnudo, sobre todo por su simbolismo. Es arriesgarse a resultar ridículo, torpe, desamparado y vulnerable. Digo, todas esas cosas que el humano medio procura evitar. Y termino brusca y torpemente: La próxima vez que tenga la oportunidad de presenciar esta frecuente tragedia veraniega, deténgase, tómese su tiempo y deje que su mente se adentre en la profunda y fascinante reflexión de cómo, sin un calzado, no somos nadie.