Perder el Autobús

Perder un autobús en hora punta es un arte. No es una cosa que se deba tomar a la ligera, sino que debe cultivarse y perfeccionarse con un trabajo consciente, constante y abnegado hasta rozar la perfección. Lo primero que debe evitarse es la resignación, esa tendencia en onda zen a pensar que como es una cosa que no tiene solución, no hay porqué amargarse la mañana. En esos casos, lo mejor es desahogarse y despotricar con vehemencia del chofer, que se antoja de salir cinco minutos antes de su parada, y echar una que otra pataleta, mirar reiteradamente el reloj y poner la mejor cara de preocupación por llegar tarde al trabajo. Y, en ningún caso, culparse uno mismo pensando que todo se habría evitado saliendo un poco más temprano. En pocas palabras, cosechar autoengaño matutino.

Un error muy frecuente en los perdedores-de-autobuses noveles, es precipitarse en el insulto al conductor. Antes de insultar al conductor con un sentido, estridente y jadeante “hijo de puta”, cuando te cierra la puerta justo cuando estás a dos milímetros de ella después de una carrera imposible hasta la parada, debe uno cerciorarse que no exista la posibilidad de que, en un arranque de morbosa nobleza, se detenga y te abra la puerta, porque luego, no tienes más remedio que subir y humillarte con una disculpa de color de braza, por acordarse de su madre.

Si eso llega pasar, mantenga la dignidad. No se disculpe, porque lo que usted ha dicho no afecta en lo absoluto al conductor de autobús: como todo el mundo sabe, esas criaturas no tienen madre.

Sushi Onomatopéyico

Dirán que son vainas mías, pero yo deduzco algunos rasgos de la personalidad del prójimo, a partir de la forma en la cuál usa las onomatopeyas. El uso de la onomatopeya como recurso expresivo es muy popular en la infancia. La mayoría de los niños aprende primero el sonido que hacen ciertos animales, antes de conocer su nombre. Es la onomatopeya como sustantivo. Pero a medida que vamos haciéndonos mayores, ese miedo al ridículo que lo estropea (si bien a veces arregla) todo, comienza a restringir la calidad y cantidad de las mismas y nos deja con un limitado y muy arraigado conjunto de sonidos, que sólo usamos cuando estamos en confianza o con unos tragos de más (o ambos).

Por ejemplo. Este humilde servidor le soltará, invariablemente, un agudísimo ñiiiiiuuuuuu para describir el efecto doppler que produce el Renault R25 en recta principal a trecientos kilómetros hora. (O un ñíiiiiiiiiiiú que es el que produce un McLaren). Dicha onomatopeya es esencialmente infantil, porque hace referencia a objetos concretos. Es más o menos lo que hacen los niños, realizar una imitación aproximada del sonido.

Pero cuando nos adentramos a esa época en la cual la etiqueta de adulto comienza a realizar su aparición a sacudones, como areando instantáneas de las viejas polaroid, nuestra habilidad para inventar onomatopeyas más evolucionadas, acordes con nuestra capacidad de concebir en abstracto, rara vez se manifiesta. Sólo pequeños vestigios aprendidos surgen, como el chgkck que se hace con un hueco de aire y una migajita de saliva en la parte de atrás de la boca, para rematar una afirmación con aire de razonamiento. Claro, es más gringo que latino, pero nos sirve para efectos didácticos, querido lector.

Así las cosas, las únicas onomatopeyas que quedan, son relegadas a usos menores, principalmente como metrónomos de actividades profesionales. Si quiere un ejemplo, observe a un informático paseándose por las opciones de un programa: Ahora un plin aquí, un chán, tiqui y… chachán. O a un varón (cualquier edad) jugueteando con su nueva cámara digital o teléfono móvil. A mi me resultan algo así como onomatopeyas epistémicas, porque al parecer, nos sirven para anclar conocimiento durante el aprendizaje.

Pero existen otras personas, que vamos… te dejan perplejo. No dejan de crean onomatopeyas en la edad adulta y lo mejor, es que éstas aparecen evolucionadas, son onomatopeyas abstractas y casi siempre de intangibles. Así se las escuché a un querido amigo este fin de semana. Me invitó a comer sushi (aquí es barato), preparado por él mismo, y en una de esas, emitió una armoniosa sonoridad para representar la acción de envolver el preparado de arroz y pescado crudo en un rollito de algas. ¡Genial! Eso hizo que me fijara detenidamente en el amplísimo repertorio que posee para indicar sonidos de intangibles, como el sonido de las afirmaciones taxativas, la frustración, la pereza, el hastío, la sorpresa y el más impresionante, la onomatopeya de la atención.

No, no me pidan que las reproduzca, lo he intentado un rato y no me salen. A ver si se las grabo uno de estos días y ¡zas! hago mi primer podcast.

Amores Épicos

Además de los imposibles, mis preferidos son los amores épicos. Ya por estos días es rarito encontrar de los primeros – la gente se pone muy pocas barreras cuando de ganas se trata – pero los épicos siguen erigiéndose como bastiones de las vicisitudes de los afectos, aunque, a falta de la pomposidad del medioevo, éstos vienen ahora simbolizados en otros formatos. A mi me gusta citar el del destino inapelable de enamorarse de una muchacha que vive, literalmente, al otro lado del mundo. Donde el viento se devuelve. En los confines de la tierra media, como quien va para Andrómeda, para ser objetivos.

En esos casos la distancia que se tiene que recorrer para visitarla es la mayor prueba continuada de amor que, en medio del cansancio, se puede llegar a ofrecerle. Conozco amigos que hacen viajes de horas, atravesando ciudades, realizando transbordos y haciendo el trayecto en varios medios de transporte, para estar con sus complementos.

Te lo cuentan con un ademán de sacrificio medieval, recitándote la tragedia de sus ampollas como si fueran miriópodos. Les digo que no deberían quejarse, porque hoy en día, los cambios sociales permiten que te reciban con un abanico más amplio de posibilidades; porque en mis tiempos, a lo máximo que podías aspirar era a un Kool-Aid sin hielo.

Adolezco de un tío materno para quien la pura existencia de este suplicio fue motivo de matrimonio obligado. Los padres de la muchacha decidieron casar a las criaturas, ante el riesgo de cargar eternamente con la culpa moral de la muerte del pretendiente. Temían, al verle llegar tan pálido en las soporosas tardecitas de domingo, que en una de esas el caballero pereciera por agotamiento ante semejantes esfuerzos.

Aunque en el mundo occidental moderno ya eso no se lleva – digo, lo del matrimonio por agotamiento, de hecho ha pasado a ser más un causal de divorcio – el simbolismo detrás de las travesías afectivas sigue teniendo un lugar dentro de las manifestaciones de amor. Quiero decir, ante tantísimos facilitadores de la comunicación (email, teléfono, mensajes de texto, de voz) sólo pocos gestos quedan disponibles para mostrar (desde la perspectiva masculina) la nobleza de los sentimientos a través del (leve) esfuerzo físico. A saber: esperarlas con estoicismo mientras vuelven del baño, salir de compras con la serenidad de un diplomático nepalí o, irlas la visitar, literalmente, al otro lado del mundo.