Mientras se desayunaba su primer bostezo, Cristina me secuestró la atención con un aclaramiento de garganta inusual. Aunque a esas horas me cuesta diferenciar entre la realidad de la cama y la fantasía del mundo real, había algo que no me resultaba familiar. Me gustaría que mi hijo viniera al mundo en una familia. Levanté la cabeza de la almohada con los ojos achinados, no de asombro por lo que Cristina acababa de decir, sino por el reflejo retrechero de un sol-abuelo, de esos que van por las habitaciones levantando a los nietos que no pueden arremolonarse ni en vacaciones.
Cristina es infinita, pensé. Aún había un algo de fondo que le dejaba un aire forastero a esa mañana, pero no podía dejar a Cristina sin réplica ante una afirmación así de contundente, porque ella interpreta mis silencios como resignación y aunque siempre tiene razones para hacerlo así, hoy no era el caso. A ver Cris, ¿y que se supone que somos tu y yo? Comenzó la disertación a la cual le di pie, a la par que cogía del armario su falda escarlata. Tú eres el chico con el que salgo, mi pareja, mi cuarto de mandarina, mi compañero inmobiliario o incluso mi novio, pero definitivamente no somos una familia. Para ser una, haría falta el trámite del altar. A una familia la crea un contrato por escrito, no un acuerdo de palabra. La rige la obligación, no el voluntarismo. Por favor cariño, la familia es distinta porque la protegen las apariencias y se mantiene unida por la tozudez y el amor propio.
Antes que siguiera, me incorporé definitivamente y adopté la posición serena de quien ha descubierto una patraña. Sólo había una explicación para tanto despropósito junto. Esta no podía ser mi Cris, y en efecto no lo era, porque mi Cris, no bosteza.
Mientras me desayunaba mi primer bostezo, Cristina me secuestró la atención con un zarandeo no acorde con su estado de gestación, me descobijó los pies (sin ellos a cubierto no puedo seguir durmiendo) y me recitó resignada su poema matutino: ¡Levántate que son las seis y apaga de una vez el bendito despertador!
Pasé todo el día en el andamio, reflexivo de profundidad. ¿Sería justo para con mi hijo, el que viniera al mundo sin que Cristina y yo formalizásemos lo nuestro? Yo pensaba que éramos una familia, pero Cris, aún en sueños, suele tener razón y sin el papel pareciera que decirse una familia es como intentar pagar un café con los billetes del monopoly. Mi hijo, como todos, vivirá del qué dirán, de las apariencias, de las frustraciones ajenas y del estreñimiento de envidia de los vecinos, vamos, del kit de supervivencia occidental y yo ni siquiera le podría dejar en herencia una familia de la cual despotricar de mayor, tener conflictos decembrinos y reconciliaciones en directo en el Diario de Patricia.
No sé que hacer, será mejor que lo hable con Papá, que aunque habla poco, arma bronca por navidades; se lo pasa comparándome con el hijo del vecino (el que estudió) y me dice que limpiar ventanas no es trabajo, es la única familia que tengo.
Vida inmobiliaria
Cristina se ha vuelto loca.
Cristina y el Porno (y Antonio).
Cristina ronca como un camionero
Pequeñas Tragedias Veraniegas III (Concepciones)
Somatizado
Cristina es mi Viceversa
Defnitivamente, el tema del «papel» a mi modo de ver es solo:
a) Un convencionalismo social, para ser aceptados, no execrados, etc.
b) Una necesidad legal, porque sabido es que si hay bienes de por medio y no hay papeles firmados, vienen los males…
Del resto, como dice el castizo pasodoble: El cariño verdadero ni se compra ni se vende!
Recibe un abrazo y mi amor incondicional, sin necesidad de papeles,
Palas A.