A mí las injusticias, ya que inevitables, me gustan bien cocidas, aunque lo más común es que te las sirvan crudas, heladas y sin guarnición. También resulta inevitable que, luego de descubrir el plato, el camarero adopte una intimidante posición de espera, sereno por el rictus de la expectación y con las manos cruzadas a la espalda, para finalmente deleitarse con la cara de asco de los comensales.
Para poder vivir con la injusticia, mitigarla o simplemente para lavar la imagen, los humanos hemos inventado el concepto de indemnización, una forma de dar cuerpo a la sociedad civilizada. Pero suele pasar con mucha frecuencia, que las indemnizaciones sólo acrecentan la magnitud de las injusticias.
Las injusticias son multisápidas, pero las indemnizaciones que la sociedad, a través de la administración de justicia, suelen proveer son bastantes desabridas. Hay personas que, ante determinadas injusticias, sólo se pueden sentir resarcidas con intangibles tan variopintos como la petición de perdón, la humillación pública, la caída perpetua en desgracia o que simplemente ese eventual hijo de punta pase por lo mismo por lo que los está haciendo pasar. Suelen ser casos en los que una compensación económica no es suficiente y lo que vale es reír al último.
Las sentencias express son un fiel reflejo de ese sentimiento. Ellas fluyen espontáneamente de la cotidianidad, casi siempre precedidas de la palabra ojala. Ojala te estrelles ante los energúmenos con los que nos topamos en la carretera u Ojalá te pudras ante aquellos que se han cebado en otros.
Lo que es curioso, es que ese desequilibrio entre las injusticias y sus indemnizaciones pareciera ser el sello inequívoco de las sociedades llamadas a si mismas civilizadas, alejadas del ojo por ojo y diente por diente y que han conseguido en la compensación económica por daños morales, por ejemplo, el que la gente no se agencie el resarcimiento por sus propios medios. Si, lo sé, es un mal ejemplo, porque hay personas en ciertos países que se “ganan la vida” como demandantes profesionales por daños morales y, como no, eso también es una injusticia.
No es un sistema perfecto ya que en si mi mismo encarna su propia dosis de injusticia, pero es el mejor que hay. Es algo parecido a los antídotos que se hacen a base del mismo veneno que intentan bloquear.
El problema surge cuando las víctimas pertenecen a colectivos suficientemente grandes, como para que la compensación sea inviable, como para que no haya nada que mitigue situaciones profundas de descompensación y dolor: Allí, la única indemnización posible es la que ejercen las propias víctimas por su mano y que puede ser tan imprevisible, como la magnitud de la acumulación de sus frustraciones.
Es una reflexión recurrente, que me viene a la cabeza cada vez que tiro la vista a la prensa que dejan tirada en los asientos del tren los pasajeros precedentes y que leo sin tocar por las tardes cuando regreso a casa. En ella, como si fueran noticias moribundas, los negros siguen siendo traficados, la trata de blancas se dispara y la violencia doméstica comienza a tener tanta relevancia como para pasar indavertida.