Siempre he tenido curiosidad por conocer el tipo de sensaciones que se experimentan al visitar la bolsa de Nueva York. Tanta gente gritando, gesticulando, sufriendo con las bajadas de los índices, o bañándose en Champagne para celebrar los pelotazos que fabrican gente rica en un pispás (y hunden en la miseria a muchísimos otros en todo el mundo). Mi curiosidad era sociológica, no económica, así que tuve la oportunidad de satisfacerla en el sitio que menos esperaba: Un mercado de comida para llevar en el Camdem Town de Londres.
Un corro multiculinario en el que, a grito limpio, un montón de dependientes intentan que compres comida en su chiringuito. Exhiben sus especialidades humeantes, te ofrecen más cantidad que el vecino, te buscan la mirada, cuando dudas te bajan el precio, te intimidan subiendo el tono de la voz, haciendo el ademán de servirte, y así, un sinfín de gestos transaccionales que me resultaron muy similares a los que muestra la tele cuando pasan las noticias de Wallstreet.
Me senté un rato a observar el espectáculo. Vi a gente comprando en el primer tarantín que visitaban, sin que los dependientes necesitasen esforzarse, otros cayendo en la trampa de la cantidad y la gratificación rápida, otros presa de la intimidación de los «corredores» y muchos dejándose llevar por los «títulos» que marcaban tendencia (los puestos con más cola de espera). También estaban los que se refugiaban en valores seguros como la Italian food o los que se decantaban por los exóticos, como la comida tailandesa. Finalmente, los que intentaban salirse de la línea y dar con un aparador tranquilo, escondido a la vuelta de la esquina, que garantizara atención y calidad a buen precio.
En este mercado se dan algunas de las condiciones presentes en la bolsa: variedad en la oferta, amplio rango de precios y un ambiente avasallante, además de decepción, sobre-expectativas o satisfacción por una buena compra. Me daba por satisfecho ante semejante espectáculo.
Y no, no faltó nada. Porque hasta ese detalle, que el lector suspicaz estará echando en falta – la venta de títulos por parte de los compradores – la aportó una graciosa dama con apariencia de enfermera de postguerra que intentaba revender su «no tocado» plato de arroz chino, porque se había confundido, creyendo que era vietnamita.