Mi generación ya tiene la edad suficiente como para que nuestras platónicas de los tempranos veinte comiencen a envejecer. Sandra Bullock es una de ellas. Fui un año entero a la universidad con una carpeta verde, que tenía en la contraportada un close-up tamaño A4 de la chica de Speed. Me resultaba inquietante, porque no sabía exactamente donde residía su atractivo. Hasta que un día, después de un examen sobre derivadas parciales, lo vi todo claro: ¡Era su tráquea! Bueno, más bien, lo que de ella se intuía a través del cuello.
Las matemáticas tienen eso, te atrofian un poco el funcionamiento normal del cerebro, pero estaba convencido al completo de que esa excluida parte de la definición de belleza femenina, era para Bullock su gancho. El pilar sobre el que se asentaba su sex-appeal.
Con los años se entiende que la verdadera belleza física transciende a la edad. Y que la fuente real de la misma pasa inadvertida detrás de un detalle, sin el cual, toda la magia desaparece. Los detalles a los que me refiero no son usualmente rasgos de perfección – por lo general es al contrario – pero tienen la fuerza suficiente para preservar el atractivo, al menos, en los miembros de la generación en los que le tocó influir.