Es imposible sobornar a un inodoro.

Tal vez el mismo mecanismo que evita que podamos imaginar a nuestros padres haciendo el amor, es el que actúa a la hora de inhibir en nuestra mente el supuesto que nos hace a todos iguales: el que los demás también hacen caca.

Creo igualmente, que este mecanismo hace pensar a ciertas personas que tampoco hacen caca y que eso les da un halo de superioridad con respecto a los demás. Parece ser un elemento bastante incrustado en nuestro cerebro, porque, claro, si no estuviese activado, algunas formas de organización social no serían posibles, sobre todo aquellas basadas en el respeto o en el temor.

La señora que me dio la catequesis muchos años ha, era analfabeta pero podía hacer su trabajo porque se sabía todas las oraciones y el catecismo de memoria. Dentro de su mitología católica llegó un día a soltarnos que los curas no hacían pupú. A ninguno de los presentes en el salón se le ocurrió rebatir semejante afirmación, total, si hacíamos o no la primera comunión dependía de ella. Sin embargo, cuando intenté preguntarle a la hermana Julia, una monja ecuánime, me respondió que esas cosas no se preguntan. En ese momento pude ver en acción por primera vez la inhibición de la proyección defecatoria.

Existen otros estímulos que se ven igualmente protegidos de este factor. Por ejemplo, la percepción de la belleza, la sensualidad y el glamur o también la veneración, la admiración o el respeto y, en general, cualquier sistema de organización social jerárquica. Es difícil imaginar a Marilyn Monroe cagando y no me digan de algún venerable Papa en la disyuntiva de un apretón.

La mayoría de las personas evita poner de manifiesto cuando va a defecar y también poner en evidencia a los demás. Es un acuerdo tácito. Incluso en aquellos casos en los cuales es inevitable toparse con otros en la misma situación, como en los baños colectivos de los centros de trabajo donde la gente baja la mirada y no se saluda; mucho menos si se topan con los jefes, que tampoco se sienten muy cómodos mostrándose vulnerables.

Es curioso que dicho fenómeno no pase con hacer pipí, que tiene más aceptación social. Sin embargo, después de mucho reflexionar he llegado a concluir que, en contra de lo que mucha gente cree, no es la Ley ante la que todos somos iguales, sino ante el váter. Es imposible sobornar a un inodoro.

El tiempo es discontinuo.

Hará un mes he sido padre por primera vez. Sé que es una experiencia cotidiana en todo el mundo, sin embargo, creo que cada pareja la vive como extraordinaria. Así la hemos vivido mi Mujer y yo (y la niña), disfrutando de cada momento, mirándonos a la cara con el desconcierto de lo nuevo y preguntándonos en cada fase, ¿y ahora qué? En resumen, conscientes y felices.

Cada vez que nace un niño se inicia para los padres una época de descubrimientos y, como todos, yo he tenidos los míos. Uno de ellos (apartando claro está los más íntimos) es que el tiempo es discontinuo.

Hasta hace unos días, estaba convencido de la continuidad temporal. De que el tiempo era una línea recta, al menos, en lo que respecta a la realización de las actividades, desde las más simples y cotidianas hasta aquellas que requieren de un esfuerzo intelectual. En realidad, me refiero a la medición de tiempo empleado en realizar una actividad cualquiera.

Tomando como base la definición clásica “el tiempo es la magnitud física que mide la duración o separación de acontecimientos sujetos a cambio”. Si mi acontecimiento es, por ejemplo, comer, antes mi estado no cambiaba desde que me sentaba a la mesa hasta que terminaba con el postre o el té. Hoy día, sin embargo, durante el acontecimiento “comer”, pueden darse unos cuantos estados más regidos completamente por las necesidades de nuestra hija.

Así las cosas, he desarrollado algo así como una mejora en la configuración clásica masculina en la que somos incapaces de realizar dos cosas a la vez. En realidad, no es que haya mejorado hasta tal punto, sigo sin poder hacer más de una cosa a la vez como puede hacerlo una mujer, pero lo que si he desarrollado es la capacidad para saltar de una actividad a otra sin perder el hilo y retomando sin mucho esfuerzo las cosas en el punto en el cual las había dejado.

Me encanta, porque da la sensación de que puedo hacer varias cosas a la vez, o al menos engañarme con ello. Eso sí, la perfección no existe: aún me quedo mirando la taza girando en el micro-ondas cuando caliento la leche por las mañanas.

Ello.

Objetivar la crisis.

Nadie tiene una idea muy clara de las implicaciones reales de estar en crisis económica; salvo, claro está, quien por culpa de ella pierde su empleo. Sin embargo, dado que aún en periodo de bonanza peder el empleo tiene consecuencias similares, no puede ser tomado con una consecuencia exclusiva de la crisis.

Ningún economísta, político o sociólogo tiene la diposoción para definir clara y objetivamente las consecuencias que para el ciudadano común y corriente tendrá la crisis. De hecho, la consecuencia más palpable y que afecta a todos en nuestro entorno no suelen adjudicársela a la crisis, porque les resultaría dificil de explicar que la reducción de la inflación, cosa aparentemente buena, es consecuencia de una situación económica que no lo es tanto.

Lo que si resulta molesto, al menos para mi, es que se utilice abiertamente la aproximación «vamos a morir» para definir lo que nos depara el futuro. Vamos, que cómo se puede permitir que llamando ciencia a la economía, los economistas (y los políticos escudánse en ellos) nos suelten cosas «tan objetivas» como las últimas de Paul Krugman (Nobel 2008): «el camino que le queda a España va a ser doloroso o extremadamente doloroso».

Que desafortunado: Con lo difícil y complejo que resulta objetivar el dolor, lo que dice un dignosticador profesional y científico es que la crisis va a doler y mucho. No sé, creo que ayuda poco.

Viví una crisis económica grave en Venezuela hará ya unos quince años. Pero una crisis de verdad, donde un tercio de la banca del país se fue al garete. Y, particularmente a mi, no me dolió en absuluto. Me preocupó, me hizo ser más precabido y moverde de manera distintas con respecto a mis pequeñas decisiones económicas, pero no dejé de comer, de vestirme y pagarme una carrera trabajando. Vivir con una inflación peremne de entre el treinta y el cuarenta por ciento anual, con recursos escasos, inseguridad personal y jurírica y decisiones gubernamentales lamentables, molesta bastante, pero no duele. Estás tan concentrado en tirar para adelante, que tal vez te sirva como analgésico.

Me gustaría escuchar de políticos y economístas decir cosas objetivas, por ejemplo: cuántas personas no podrán pagar su hipoteca y cuántas de éstas son de segunda vivienda; cuántos no podrán hacer frente a sus deudas, la tipología de las mismas y las razones por las cuales no podrán hacerlo. Que aporten el perfil de dichas personas y familias para saber si voy a ser una de ellas. Que nos digas sus estimaciones sobre cuántas familias no tendrán mi para comer, o no podrán utilizar transporte público, recibir asistencia sanitaria o que sus hijos asistan a la escuela. Que nos digan si lo que perderemos será satisfacción de necesidades básicas o simplemente comodidad.

Si es lo segundo, creo que viene bien que la generación que nos sucede aprenda a valorar algunas cosas que asumía como un derecho y, de ser lo primero y si por casualidad fuese inevitable, perferiría que el dinero de mis impuestos se utilizara para preparnos para una economía de guerra en lugar de intentar rescates imposibles.

De nada nos serviría salir de una crisis si dejamos intactas las causas que la produjeron.