Solía pasar tardes enteras merodeando por las estanterías de una popular librería de Madrid. También me era fácil encontrar las cosas que por las que sentía especial predilección ya que estaban cerca. Había mucha más gente que tenía los mismos gustos que yo y me era fácil no ser exigente. Lo que obtenía estaba acorde con mis expectativas.
Es posible que este sea uno de los temas más recurrentes de la época dorada de las bitácoras, pero no había escrito antes sobre ella, principalmente, porque no lo había vivido. Pero me hago mayor, y no ha sido hasta hoy cuando me he topado, como un inmigrante que vuelve a la tierra de su nostalgia, con una librería que es la misma pero que no respira igual, en la que no encuentro las cosas que busco y en la que los dependientes me redirigen a la sección de los clásicos cuando les consulto por algún náufrago de finales de los noventa.
Esos supervivientes: escritores, actores y cantantes tampoco son lo que eran, tampoco tienen el mismo timbre de voz, y tampoco le tiemblan los huesos cuando componen sus obras, porque como yo, también en se han hecho mayores.
Ahora caigo en cuenta de que el error ha sido no haber envejecido con ellos. Hacerlo juntos habría ayudado a no darme cuenta de cuanto han cambiando, de lo que han crecido. Replicar, al fin, algo parecido a lo que pasa con mis hijas, que se estiran de tarde en tarde sin que papá se percate, hasta que descubre alguna camiseta a la que le faltan mangas.
Vamos, que me hago mayor y aunque intente evitarlo terminaré siendo víctima del negocio de la nostalgia.