Hubo una época en la que escuchar música era un placer excluyente. Se parecía mucho a leer la prensa un domingo por la mañana o a podar un bonsái. La máxima distracción permitida estaba asociada al tacto de la carátula del disco y la primera vez que te exponías ante una obra era todo un acto de descubrimiento.
Daba igual el género musical. Hasta el más salvaje de los rockeros te ataba al momento y no dejaba que lo mezclaras con otra cosa que no fueran tus emociones. Estabas atento a los matices y sonriendo ante las genialidades. Los cascos eran una distorsión y la gran mayoría de las veces lo hacías aprovechando un solo en casa.
Sin embargo, hoy me da por pensar que escuchar música se ha degradado al estatus de complemento a otras actividades, sobre todo de aquéllas que solas no tienen suficiente fuerza para llenar el momento: hacemos deporte con música, limpiamos con música, conducimos con música, nos amamos con música, conversamos y hasta cometemos el improperio de estudiar con música.
Hemos desritualizado muchos placeres a cuenta de querer hacer mas al mismo tiempo y hemos reservando ese nivel de atención suprema, ese llenar todos los sentidos, ese dejarse afectar hasta la médula, exclusivamente a otro sentimiento: al dolor.
Somos raros.