La navidad de aquel verano había comenzado en marzo y amenazaba con no llegar. Aunque tenía todo a punto, a Josefina no le gustaba que los rituales la dejaran en evidencia y optó por ahogarse estas fechas con música. Para los niños era lo habitual y disfrutaban mientras ella preparaba la cena de navidad haciéndoles creer que la hacían entre los tres. Aprendió sobre la marcha una destreza de la que carecía y en la que ponía más altura de miras que otra cosa: Cada año terminaba agotada, como si hubiese cocinado para un trasatlántico y, como un ritual de arrepentimiento, formulaba la falsa promesa de no hacerlo nunca más.
Como todas las madres viudas sonreía como catarsis, y cuando el miedo era mayúsculo, a carcajadas. Pero este año iba la vencida. Hacía dos que la niña de sus ojos pedía de regalo la misma muñeca inalcanzable, cumpliendo con su parte de portarse bien y no entendiendo qué era lo que pasaba. Ella pedía con claridad: «Mi bebé querido», el del anuncio de la tele, el de todas sus amigas, el de la cesta de mimbre con asas largas y acolchado de algodón. Sin embargo, y a pesar de la ilusión infantil, estaba empezando a ver los regalos con la resignación de un exiliado, abriéndolos con fe pero sabiendo que iba a descubrir sucedáneos de plástico lacado, con pelos indomables y vestidos de panadero galés.
Josefina comenzó a pagarlo nueve meses antes, como si se tratara de una gestación. Sin ver el producto y con la promesa de venta de un mercader itinerante y bígamo que sólo le dejaba a cambio un recibí hecho a mano y juraba por sus muertos entregarlo con el último pago.
Fue el año de contar los céntimos. Gestionó los imprevistos con destreza y una fe irreductible en los milagros. Vendió fantasías rurales de los catálogos de Avon, organizó las reuniones a la Caribe de Stanhome y Tupperware y descubrió con desesperanza que no tenía madera de comerciante. Tan solo la presión de dos hijos que mantener y unas ganas enormes de ver reír de felicidad a su niña.
En la víspera el hombre no había dado señales de vida y la muñeca tampoco. Josefina mandó al mayor a preguntar por él a los vecinos y a los hijos de la segunda mujer. Era año par y según mandaba la tradición lo pasaría con la familia de este pueblo. Después del mediodía se le agotó la paciencia. Dejó a los niños con Doña Carmen, se peinó con celeridad y caminó hasta su casa para esperarle. Estuvo tres horas de pie en la puerta, achinando los ojos por la solana y preparando sentencia. Cuando llegó, el mercader no intentó disculparse, sólo preguntó, con un deje de funcionario de aduanas, qué quería. Ella se acercó con calma, lo miró a los ojos, se inclinó bajando la mirada y le susurró algo al oído. Fue un instante. Luego, dio las buenas tardes y se retiró sin decir nada más. El mercader se le quedó mirando mientras el color de su cara se tornaba a un blanco íngrimo como el pellejo de una lapa.
En un alarde de pragmatismo y para atenuar la incompatibilidad meteorológica, en esta parte del Caribe los regalos no los traen uno o varios señores abrigados hasta las cejas, sino el Niño Jesús. Así, los obsequios van simplemente apareciendo debajo del árbol a cuenta gotas, coincidiendo con el trabajo de parto y aprovechando el despiste de los pequeños. Cada caja que aparece es una emoción, una suma de pequeños milagros que no podrán ser revelados hasta que al hijo de Dios le corten el cordón umbilical.
Antes de ir a la cocina a llevar los platos de la cena que acababan de levantar, Josefina ya había hecho recuento de los regalos debajo del árbol. Estaban todos, incluida otra muñeca de decepción que había previsto en ocasión de que las cosas se torcieran como lo hicieron. Pero al volver los tres al salón una caja nueva llamó la atención de la niña. Era enorme, casi como ella, cuidadosamente envuelta en celofán y rodeada de cinta carmesí. Se dio prisa en desgarrarla y se echó a llorar. Mamá se topó entonces con una emoción que no era la que esperaba, pero fue la primera vez que vio a su niña llorar de felicidad mientras arrullaba a un «Bebé querido» que todavía juguetea en una casa en la que Josefina ya no está.
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Nota del Cartero:
Basada en hechos reales.Gracias por pasaros y ¡Feliz Navidad!
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