Hace unas tardes escuchaba en una antigua entrevista a José Luis Sampedro. En ella hacía un pequeño inciso sobre la educación y apuntó esta idea: La enseñanza requiere de un lazo afectivo para ser eficaz. Podría un servidor parar aquí, pero, como dirían en las asociaciones anónimas, quiero dar testimonio.
Lo primero que quisiera resaltar es la referencia que hace Sampedro a la enseñanza, a ese aspecto del proceso educativo tan dejado de la mano de Dios y ante el que muchos docentes claudican haciendo que simplemente sea un reflejo de su personalidad. La falta de técnica al enseñar es una de las primeras cosas que afecta el aprendizaje, especialmente de discentes que reaccionan a las deficiencias de quien enseña con miedo o, peor aún, aburrimiento. Eso termina generando un rechazo que a la larga se convierte en prejuicio, particularmente, hacia la complejidad típica de áreas del conocimiento como las ciencias exactas. Casi todos nos hemos enfrentado a ello.
Sin embargo, es en ese lazo afectivo donde más abiertamente fallamos, porque la palabra afecto suele interpretarse casi siempre en relación a las pasiones del ánimo más positivas, como el amor y el cariño, que son vistas como posibles grietas en la rigurosidad de la educación, ya que podría restar objetividad y dar lugar a una laxitud: La del profe bueno porque no exige. Pero hay otra acepción de afecto que se alinea más con lo que Sampedro desarrolla luego y que el DRAE define como Perteneciente o relativo a la sensibilidad, y que yo asocio más al respeto.
El respeto es una forma de afecto y, si ni lo das ni lo recibes, muy probablemente no aprendas cuando te enseñen. Los peores profesores de los que tengo memoria exigían un respeto protocolario —el modelo en el que fui educado—, pero no lo devolvían al alumno. Por eso, entre otras cosas, no tengo un especial interés por la biología, ni la química. Yo estudié con la versión azul de “Ciencias Biológicas – De las moléculas al hombre”, un libro de emocionante lectura que mi profesora destruía hoja a hoja cuando explicaba las cosas en clase humillando activamente nuestra ignorancia y complicando lo que el autor tan claramente exponía. No existía, obviamente, el lazo afectivo de Sampedro. Nadie buscaba amor y cariño, simplemente respeto.
En otros aspectos tuve más suerte. Y eso tienen su parte mala, que se dejara al azar, que el profesor que te tocara respetara a los alumnos y se ganara así el respeto de los mismos. En el bachillerato me fue difícil aprobar ciertas asignaturas, como matemáticas o física, pero desarrollé por ellas una admiración equivalente a la que sentía por los profesionales que me las impartieron. Y otras, con las que de forma natural terminé sintiéndome más a fin, lo fueron especialmente por la marca que dejaron los profesores cuando me abrían las puertas a ellas: unos profesionales especialmente sensibles y respetuosos a la par que exigentes; que me forzaban a hacerme preguntas y que no me humillaban ante el error.
Puede que algunos gurús de la educación terminen desarrollando técnicas que sustituyan al profesor como fuente de conocimiento y lo releguen a una posición de acompañante pasivo del proceso. Hay estadísticas muy favorables que respaldan esta aproximación, pero considero que nada puede sustituir a la eficacia que el lazo afectivo otorga a un humano que le enseña a otro sin más intermediación que el respeto.
Llámenme antiguo.