Los desesperados

los_desesperadosLos suicidios son un acto tan privado que no aparecen en los periódicos. En las contadas excepciones en la que son recogidos por la prensa, sus detalles no son referidos más allá de unas cuantas frases hechas y la respetuosa omisión. Pero el suicidio frustrado es otra cosa.

Por estas fechas, hace cien años, ocurrían en Madrid dos intentos de suicido y un incendio con culpable. Recogidos en la sección de sucesos del diario ABC de Madrid1, resulta llamativa la misericordia con la que el redactor los agrupa: Los desesperados.

Como veis, no hay preguntas a los protagonistas ni hurgamiento en sus motivos, sólo un resumen de los hechos y el reconocimiento de la pericia de los chauffeurs… 

Esos desesperados compartieron en esa misma nota mucho más que la forma por la que intentaron morir. Por un lado compartieron la frustración (o ventura) de no lograrlo, que en el caso del portugués fue doble, y por otro, el hacer pública, absolutamente pública, su desesperación. Era costumbre la innecesaria identificación de las víctimas, incluida su dirección. Se citaban con naturalidad, como hoy en día se siguen citando en las parroquias católicas la calle y el número de la casa de los difuntos a los que se le canta misa.

Otro cosa es el grado de la desesperación. Parece que está directamente relacionado con el método elegido para quitarse la vida y cuya contundencia, en este caso, parecieran haber reservar los protagonistas a una eventualidad: La distracción de un chófer. Es como si se estuviera recurriendo a una última esperanzan, algún argumento de salvación que no dependa totalmente de sí mismos. De hecho, las estadísticas españolas del las tentativas de ese año así lo señalan: 1080 consumados contra 208 tentativas frustradas.

Hay desesperaciones tales que se parecen mucho a una grandisima necesidad atención. No es mi intención banalizar un hecho tan extremo, pero a veces pienso, tal vez ingenuamente y desde la ignorancia, que aún cien años después estamos faltos de gente dispuesta a escuchar, a quién se le pueda contar la magnitud de un dolor y compartir la carga de la desesperanza crónica.

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Finalemente, ¿¡qué carajo hace (ayer u hoy) una niña de tres años sola por allí con una bujía2 en la mano!?


1.- Fuente de la imagen de la noticia: http://hemeroteca.abc.es/
2.- Según la RAE bujía.

Como de la familia

limpiezaEsta frase tan recurrida tiene vocación de excusa. Se entona alargando las vocales, como queriendo pedir perdón, y se saca cual coletilla cada vez que hay que referirse a la persona que muchas familias emplean como servicio doméstico. Especialmente, cuando esa persona lleva años ayudando a cuidar a los niños, sacándole los mocos como sus padres o acompañando el primer mal de amores a los adolescentes. No me refiero a familias adineradas y de abolengo (o nuevos ricos ) donde resulta anacrónico que esos familiares vayan de uniforme por la casa, sino a los padres y madres que, con mucho sacrificio, se rinden a la paradoja de tener que pagar a alguien para que les cuide a los hijos mientras ellos trabajan con horarios irreconciliables.

El espectro es muy amplio: Desde padres en solitario que muchas veces sólo pagan a una persona para que busque a los niños en el colegio y les de la merienda, hasta aquellos que compran tiempo en forma de limpiado y planchado a domicilio. Las personas que trabajan en el servicio doméstico entran cada día en millones de hogares que no son los suyos, huelen su intimidad, ordenan las mesitas de noche y se exponen, entre otras cosas, a conflictos rigurosamente ajenos. A pesar de ello, parecieran estar muy abajo en la escala del afecto y reconocimiento sociales. Tal vez sea cultural, lo digo porque parece el mismo valor que se le daba antaño a las labores domésticas de las mujeres que no trabajaban fuera de casa1.

Lo perturbador del asunto es que la cadena continúa y no es exclusiva del primer mundo, sino mucho más larga en los países donde la desigualdad está mas acentuada. Porque en aquéllos, detrás de una mujer (que es lo habitual) que trabaja como servicio doméstico, hay otra mujer que a su vez le cuida los hijos a ésta, si no media una abuela que no cobra, una vecina solidaria que espera reciprocidad o una tía desempleada que se arrogue la tarea. La diferencia está en que unas familias del espectro pagan por tiempo mientras que otras lo hacen por comida. Los contrastes más antiguos de la desigualdad social se las arreglan para que no se hable de ellos.

Lo lamentable es que son los niños, tanto en logística endemoniada del Estado del Bienestar como en la economía de guerra del tercer mundo, quienes terminan pasando cada día menos tiempos con sus padres.

Les estamos criando para que continúen la rueda sin darles más herramientas para defenderse que la catarsis de los lamentos.

Sin respuestas.


1.- También pienso que es la misma razón por la que la mayoría no considera co-workers, entre otras, a las personas que se encargan de la limpieza de las oficinas, pues no les dan ni los buenos días y mucho menos las gracias.

 

Su Alteza Elegida, por ejemplo.

GuzmanBlancoEntradillaEn los primeros días de George Washington como presidente, en unos recién nacidos Estados Unidos de América, surgió un pequeño debate sobre cuál debía ser el tratamiento protocolario del nuevo cargo. Es bien conocida la debilidad de las revoluciones por mantener la pompa cambiando los nombres, y parecía que esta no iba a ser la excepción. Al general le querían llamar Su Alteza o Su Excelencia, pero el hombre se plantó: A mí me llaman Señor Presidente y ya está. Entre los que saben de estas cosas hay acuerdo en afirmar que la concepción de lo que debería ser ese cargo la dejó esculpida al detalle el General Washington.

Cuarenta y cuatro presidentes después podéis ver hoy en uso este simple tratamiento desde los telediarios hasta las películas de Hollywood.  Aunque queda por ver si la fuerza de las redes sociales acaba por imponer el desagradable acrónimo POTUS, que rescataron de los años de la Guerra Fría, para designar al Jefe del Estado estadounidense.

Sé que es de necios mirar al pasado con los ojos del presente, pero no me resisto a especular por contraste y preguntarme hasta qué punto nos dejó marcados para siempre la forma en la cual se hicieron las cosas en las nacientes repúblicas de la América antes Española. Porque quieras que no, el protocolo marca las relaciones entre el gobierno y los ciudadanos. Y por esos lares nuestros fundadores mantuvieron los excelentísimos y los ilustrísimos para tratar a los cargos públicos como si los usos y costumbres del reino del que se escindían formasen parte del botín de guerra.

Así, todos los caudillos que nos azotaron desde entonces mantuvieron la costumbre de adjetivarse superlativamente la existencia y con ello marcar la distancia del poder1. Lo peor es que nosotros les seguimos el juego y convertimos el simple protocolo en una seña de identidad, en una costumbre de sometimiento, en una distancia social. Me refiero, por ejemplo, al mismo tipo de distancia subconsciente que los abogados del Caribe fomentan al aceptar gustosos que los demás les llamen Doctor, sin serlo.

La imagen que encabeza esta nota se refiere a un caudillo venezolano que gobernó casi veinte años a finales del siglo XIX. Es un extracto del preámbulo de la publicación, ordenada por él mismo en 1879, de las Memorias del irlandés Daniel F. O’Leary2, quien fuera edecán de Simón Bolívar. Lo que más me impresiona es descubrir lo poco que hemos cambiado. Es palpar el peso invisible que siguen teniendo en nuestra psiquis colectiva esos tres etcéteras mayúsculos al final de sus modestísimos títulos. Me da que no sólo fungen como aviso de la presencia del poder, sino también como precaución del ego… no vaya ser que, en un descuido, se haya quedado corto y dejado sin recursos a sus acólitos.

Cosa mala.


1.- Que no es costumbre exclusiva de los caudillos del Caribe alardear de títulos pomposos, pero ya lo dijo la poeta «cuando hay que hablar de dos, es mejor empezar por uno mismo.»
2.- 
Si algún día podéis, leed el volumen I. Prestad especial atención al estilo narrativo, es absorbente. Por otro lado, precaución con la rigurosidad histórica, no por lo que diga, sino por lo que omite. Recordad que estaba hablando, más que de su general, de su amigo.