[Domingo de reposición] II

Publicado originalmente el 17 de diciembre de 2003

Lamentos Expectorantes(*)

El despecho está en desuso. La gente hoy en día se evade, se aturde o se ahuevonea, pero no se despecha. Se ha descuidado ese ejercicio espiritual (y mental) tan necesario para la felicidad y que, si no se aprende desde muy joven, hace que las relaciones malogradas nunca se superen y terminen acumulándose como un lastre, como una mala compañía para las relaciones futuras.

Los responsables de salud en los países del primer y segundo mundo deberían tomar en serio este fenómeno, ya que amenaza con convertirse en un riesgo sanitario; en un problema público de salud mental comparable a lo que hoy representan la depresión y la angustia. Hay que comenzar a fomentar el buen despecho tal como se promueve el sexo seguro.

La industria del despecho es también responsable de la degradación de las formas, ya que han sido explotadas sin reforestar y han puesto a este noble sentimiento al borde de la extinción. Al parecer se han quedado sin recursos para continuar con este prehistórico negocio que gravita entorno a las miserias de amor. De hecho, los únicos supervivientes del kit del despecho son los recursos menos elaborados, vulgares y si acaso más perjudiciales: El alcohol y el chocolate. Ya no se hace música para el despecho, ni hay locales adecuados para despechados, ni terapistas anónimos de esos que te escuchaban el cuento en una barra medianatemente limpia.

La reflexión sentimental profunda, el veneno del dolor y los lamentos expectorantes ya no se consideran para superar un mal de amores. Creo, humildemente, que sin esas prácticas estamos rondando, de forma temeraria, el analfabetismo sentimental. Contimás hoy, cuando nuestra alta esperanza de vida nos da tiempo y nos hace más propensos a ser acariciados por unas cuantas compañías y eso implica la necesidad de adecentar el alma entre una y otra.

No es que sea un despechado experto para hablar de estas cosas, más bien es que he vivido muchas simulaciones. Ésta son sin duda más intensas porque lo son de amores platónicos. Así, siguiendo la tradición filosófica, podrían haberlos llamado despechos aristotélicos, aunque de filosóficos no tenían nada. En mi caso eran sufridos, sobre todo porque el alcohol se me da mal y sólo me quedaba la ecléctica combinación de canciones de Felipe Pirela y películas de Sandra Bullock. Es bien sabido que un clavo platónico saca a otro.

Un despecho bien llevado debería desembocar en la completa resignación y en una tranquilidad de espíritu tal, que permitiría allanar, cucharada a cucharada, el camino tortuoso que nos conduce irremediablemente a… tropezar de nuevo con la misma piedra.


* Recurriré a una frase hecha para afirmar humildemente que, más de diez años después, el contenido de esta nota mantiene su vigencia. Incluso, me han dicho que por estas fechas la gente ha desarrollado el hábito de terminar sus relaciones a la japonesa, es decir, a punta de emojis. Imagino que no queda espacio para el despecho, esa cosa extraña que la RAE ha definido de forma tan trascendente: Malquerencia nacida en el ánimo por desengaños sufridos en la consecución de los deseos o en los empeños de la vanidad.

The Excel mindset

Qué enorme daño han hecho las hojas de cálculo a la capacidad mental de los humanos. Lo que comenzó como un momento eureka en un aula de Harvard y fue imaginado con la intención de facilitar algunos cálculos numéricos, se ha convertido en una farragosa herramienta que lo mismo sirve para albergar los gastos de una inofensiva clínica veterinaria que para inventariar los objetivos de ataque de algún ejército imperial.

Sin embargo, es en el ámbito empresarial donde las cosas han llegado a extremos. La hoja de cálculo es, con diferencia, la pieza de software más utilizada en empresas de todo el mundo y a la vez la más paradójica: su uso indiscriminado ha llegado a convertir en intensamente manuales muchas tareas que por su propia naturaleza eran dóciles a la automatización. Horroroso. Casi cualquier aspecto de la gestión ha sido excelizado.

Hojas van, hojas vienen, se fusionan, se copian, se pegan, se pierden, y cuando la diversión está a punto de tocar límite, entonces se hace una tabla dinámica para verlo todo más claro. Esta aproximación es tan naturalmente ubicua en la forma de pensar del empleado moderno, que no se duda: Si no sabes por dónde empezar… hazte una excel, así al menos aparentas estar ocupado.

El problema es que abordar todo análisis desde la perspectiva matricial aboca al cerebro a malas costumbres, incluso peores que la aproximación de la lista simple, la más primitiva forma de imaginarnos las variables que intervienen en nuestra realidad. Somos dados a listar y ordenar, a priorizar y para la mayoría de las pequeñas decisiones es suficiente. Pero lo que realmente nos hace distintos es la capacidad de imaginar más allá de relaciones de pares de variables como las que encontramos en una matriz. Y no me refiero al tratamiento de números, que las hojas de cálculo modernas van exiguas de ellos, sino de texto, del mucho texto enjaulado en celdas que hoy agobia la sinapsis neuronal.

Quisiera saber qué ha pasando para que aquello que aprendimos de pequeños cayera en desuso. Qué fue de los árboles con sus ramas que nos jerarquizaban las ideas, de aquellos esquemas espumosos que nos ayudaban a resumir, de los simples cuadrantes y los recurridos mapas. En fin, toda la panoplia de recursos que nos inventamos para asistirnos en el acto de pensar y, sobre todo, para los que no necesitábamos más que lápiz y papel. Únicas herramientas para realizar esa mágica conexión en la que los músculos de la mano acompasaban a una velocidad adecuada el ritmo del pensamiento.

Haced la prueba. Si no hay cifras, dejad a la hoja de cálculo a un lado y coged lápiz y papel. Al principio os verán raro, os preguntarán como se usan y hasta se burlarán, pero insistid y veréis la diferencia.

No es nostalgia, es pragmatismo ecológico. Se gasta muchísima energía para mantener el cerebro apenas encendido; es un desperdicio no sacarle rendimiento.

Pequeños poderes.

carrying-chair-74023_1280Existen humanos con pequeños  poderes que pueden causar más infelicidad a sus congéneres que otros que imponen su voluntad por la fuerza. Están por todas partes y normalmente pasan inadvertidos porque están camuflados por la Ley. Su poder es pequeñito y acotado, de ejecución breve pero continua y está especialmente acrecentado en los Estados débiles. El poder de poner un sello, de tramitar una solicitud, de darte una cita, autorizarte el paso o hacerte esperar indefinidamente. Obviamente, cuando hablo de infelicidad me refiero a la consecuencia genérica que el abuso de ese pequeño poder produce y cuyo abanico de sentimientos es muy amplio. Habitualmente está dominado por la frustración, la impotencia y la indignación.

En un estado débil el poder de la función pública suele ser discrecional. Por ejemplo, obtener un documento de identidad sólo está parcialmente sometido a la Ley porque  a ello hay que sumarle la discrecionalidad de un funcionario. Acceder a un tratamiento médico, tramitar un permiso para casi cualquier actividad o la más mínima gestión, pasa por el filtro de un pequeño poder que necesita ser estimulado para actuar, normalmente, por un pequeño soborno. Es la versión pública del nightclub bouncer, pero del estereotipo de las películas, no de los que desarrollan grandes dotes comunicativas y de intimidación no violenta. 

En los casos más dolorosos, el pequeño poderoso determina quién vive y quién no y diversifica el soborno a niveles inmorales y denigrantes que los estados avanzados (institucionalmente hablando) sólo han experimentado en las guerras.

En el Estado avanzado, un pequeño poderoso puede evitar que tomes un vuelo comercial y, en función de quién sea la víctima, puede armarse un escándalo. Pero en un estado débil un pequeño poderoso (aun con un poder acotadisimo) puede evitar que la población coma.

Lo que estimula a un pequeño poderoso en el primer mundo es el ejercicio efectivo de ese poder, es decir, la sensación de ser dueño y señor de una pequeña parcela de superioridad sobre el resto de los mortales. Abusar normalmente no va más allá de ser absurdamente escrupuloso con su tarea o simplemente desagradable, porque el abuso suele tener consecuencias. Pero en otros sitios más desgraciados, ejercer un pequeño poder – además del soborno – se hace para vivir intensamente toda la parafernalia que acompaña al gran poder, incluida la adulación, la reverencia y el temor.

Lo peor es que los pueblos se acostumbran. Lo hacen porque los principios que rigen el gran poder son indistinguibles de los del pequeño y porque a medida que el tiempo pasa, obedecer al poderoso, grande o pequeño, se convierte en un acto reflejo.