Mi mujer es una entusiasta del diseño. Un día me contó que muchas sillas tienen nombre y que algunas son consideradas iconos y reflejo del tiempo en el que fueron creadas. Sin duda que para sus diseñadores fue, más que un invento para sentarse, una forma de olvidarse de las preocupaciones económicas. Desde entonces comencé a saludarlas por su nombre cuando me encontraba a las Wassily en las oficinas, a las Thonet en los bares y a las sinuosas Panton en algunos restaurantes noveles que jugaban a la cocina de deconstrucción. Por lo visto, son las más adecuadas para saborear un suflé de nada al vapor de hadas irlandesas.
Algunas creaciones del diseño industrial, como las sillas, son a veces consideradas arte. Cuando esto sucede, parecen existir ciertas características comunes, a saber: Tienen un tamaño suficiente para ser percibidas a simple vista, tienen carga expresiva, es decir, te dicen algo (normalmente agradable) y, además, tienen una utilidad primaria muy cercana a los usuarios. Pero lo más curioso es que a pesar de ser consideradas arte, sus creadores pasan tan inadvertidos para el gran público como cualquier diseñador de estilizadas regaderas de Ikea.
Sin embargo, los ingenieros de lo intangible (esos que construyen el interior de lo infinitamente pequeño que nos rodea, por ejemplo, los chips o el software1) tienen un problema: Por norma general, los buenos ingenieros toman en consideración el factor estético en sus diseños como medida de control. En términos planos, intuyen que si no encarna algún tipo de belleza, o si algo no es agradable a la vista, puede que haya un problema de coherencia en su diseño, de eficiencia en su funcionamiento, de limpieza del concepto. No se trata de forzar una belleza artificialmente, sino el convencimiento de que si está bien, entonces será bello. El problema es que nadie puede apreciarlo a simple vista.
Federico Faggin, el italiano que diseñó el primer microprocesador de la historia, el Intel 4004, se sintió tan a gusto con su creación que la firmó con sus iniciales cuando la hubo terminado, a sabiendas de que nadie sería capaz de admirar su obra. No porque quisiera ocultarla, sino porque sería imposible admirarla a simple vista. Sólo podía ser percibida por su utilidad. Incluso, cuando las dimensiones permiten verlo, como los diseños electrónicos de Steve Wozniak o del genial Burrell Smith, es imposible no admirar el factor estético que aflora de forma natural de los diseños brillantes.
Con el software pasa algo similar, pero más cercano a la creación literaria que a la pintura o la escultura. A pesar de ser un conjunto de instrucciones que le dicen a un artilugio qué hacer, en este tipo de instrucciones no sólo importa la forma (la sintaxis) y el fondo (la semántica) sino también el estilo. Y parece que este rasgo tan personal influye más de lo previsible. Crear software es en cierto modo crear comportamiento y estoy convencido de que es imposible que dicho comportamiento no se vea alterado por el estilo de quien lo define; no se vea influido por cosas tan humanas como el estado de ánimo del creador. En el estilo de la escritura de software se pueden ver las prisas, la incertidumbre o la desesperación del autor; su disciplina, su desdén, la alegría o el humor y muchas más cosas como las que pueden ser percibidas en una creación literaria. Me gusta ilustrarlo con este trozo de código original que iba en el módulo lunar que permitió el aterrizaje en la luna:
Aunque no podáis entender la sintaxis, si es legible perfectamente el comentario: Ante el cálculo de una variable de la ecuación matemática que controlaba el aterrizaje, el autor comenta, como quien pone una nota al margen: Temporal, eso espero, eso espero, eso espero.
Con las sillas los diseñadores tienen más de una forma de expresarse, porque sus usuarios la ven, la tocan y la experimentan, sin embargo, tienen una ventaja añadida: las sillas no tienen conducta. El arte invisible de un chip o el software que gobierna un móvil, un coche, un microondas, un tensiómetro o un televisor, sólo tiene como forma de expresión la conducta que le aplica a otros objetos. Y esa interacción con el objeto hace que cualquier usuario pueda apreciar si detrás hay algo hecho con cariño y dedicación o simplemente una chatarra.
Una obra de arte es en esencia excepcional y única. Así, puede haber arte en una silla como puede haberlo en la ingeniería de lo invisible. No obstante, hay algo en las creaciones de esta última que las diferencia de otras creaciones artísticas como la pintura, la escultura o la arquitectura: La obra de arte invisible no es el objeto que la expresa, que puede ser reproducido una y otra vez a costes mínimos, sino su diseño, una forma de creación intelectual que no se expone en los museos.
1.- Estimo que el software y los chips ya han sido superados a cosas como la ropa como las creaciones humanas con las que mas interactuamos en la vida diaria en Occidente.
La foto de la silla Wassily que encabeza la nota es una adaptación a partir del trabajo original de: Lorkan (originally posted to Flickr as Bauhaus) [CC BY 2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by/2.0)], via Wikimedia Commons aquí.