En la crónica de todo movimiento político totalitario yace una figura que compite en olvido con los ganadores del Oscar al mejor vestuario: el arrepentido. Esa persona con tribuna que desde un principio fue todo vehemencia e ilusión, que por la causa convirtió en enemigos a sus amigos, que dejó de asistir a la bodas y bautizos para no toparse con ellos y que terminó entronando al líder en el altar de su fe.
Los arrepentidos van consumiendo su cuota de dignidad a medida que los procesos se consolidan, hacen caso omiso a las advertencias del sentido común, de la historia y sólo advierten el peligro cuando ya es demasiado tarde. El destino de las personas que son éticamente superiores a las causas que apoyan es, inevitablemente, caer en desgracia. Ser utilizados a conciencia y desechados como pendejos. Y si nos ponemos, ni lo de la ética, bastará con que intenten pensar levemente diferente.
Siempre me ha intrigado el proceso mental que se lleva a cabo para abrazar lo descabellado, lo que a todas luces tiene un tufo a despotismo cautivo. No me refiero al proceso colectivo, que ya ese es otro enigma, sino al personal, al que hace el individuo consigo mismo para defender y apoyar aquéllo que, hasta hace unos días, formaba parte de sus líneas rojas. Qué pasa, por ejemplo, en la mente de un brillante científico para que abrace el totalitarismo; que pasa en el corazón de un docente para que defienda a pie juntillas el adoctrinamiento sectario; qué sucede en la mente de un optometrista jubilado para que olvide separar lo que está bien de lo está mal; qué se atrofia en el razonamiento de un periodista para que deje de desconfiar de la naturaleza humana, a escudriñar en los motivos y a denunciar la falta de veracidad.
El problema con el proceso de arrepentimiento es que casi siempre se alarga demasiado, como aquellos matrimonios fallidos que encadenan segundas oportunidades y que al final siguen estando juntos por los muchachos, creyendo que con ello logran una crianza aséptica, hasta que, a la altura en la que el mal ya está hecho, alguno de los dos dice basta.
Lo peor del asunto es que el arrepentido tiene una dualidad perpetua: para los amigos, esos que simplemente se limitaron a esperarlo, se defenderá como un engañado, pero para la causa, siempre será un traidor.
En todo caso, arrepentirse es un hecho intelectualmente más exigente que confiar en el mito de los salvapatrias. Reconocerse como un equivocado sólo tiene valor si dicha condición se exhibe con el mismo ímpetu con el que se defendió la estafa.
Lo único que se puede pedir, dado que vulnerables somos todos, es que el proceso de arrepentimiento comience cuanto antes, que no se dejen pasar los primeros síntomas porque en los populismos y los totalitarismos, las culpas se enquistan.