Dieciocho meses después se dieron cuenta del error y tuvieron que mandar a traer niños. El señor cura se quejaba en sus reportes semanales de que carecía de bestiecitas que evangelizar, ya que las nuevas parejas —que a duras penas se habían formado—, no cuajaban prole. Al parecer, se debía al efecto que la humedad repentina causaba en las mujeres. Se conoce que aún no estaban hechas a la meteorología local. Eso trajo consigo otros problemas seglares, dado que comenzaron los unos y las otras a descubrir los aspectos beneficiosos de ayuntarse sin riesgo de descendencia.
San Edermo se llenó de júbilo cuando llegaron los niños. Fueron repartidos por criterios fenotípicos, de tal forma que sus padres y madres sobrevenidos mantuvieran cierto parecido en barbilla, pelo, nariz y ojos. Querían ahorrar a los críos explicaciones futuras y aunque eran todos expósitos, aún estaban en la edad propicia para que los recuerdos fueran los que se les mandaran tener. Así, aún quedan en la tradición oral anécdotas que los contemporáneos han recibido de sus ancestros basadas en recuerdos de hechos verídicos que jamás existieron.
Una vez acostumbrados al estruendo de las agudas voces de los recién llegados, el señor cura realizó un bautismo colectivo sorteando los nombres del santoral e instaurando la costumbre de combinarlos para darle originalidad. Si se mira con cuidado, en un lateral del Arco del Triunfo puede verse un grabado que recuerda el momento en el cual se le otorgaba el Gran Cordón de San Edermo en su primera clase a señor cura como padre de la iniciativa. Entre otros considerandos destacaban que, como consecuencia de la misma, se vieron activados los humores de los unos y las otras, y así las parejas del pueblo comenzaron a reproducirse por sus propios medios. Debajo del grabado aparecen en latín las palabras con las que don Eleazar solía resumir su logro: Sólo les faltaba el ejemplo.