Durante toda la guerra de 1903, mi pueblo siempre estuvo del lado de los buenos. Incluso llegó a ser condecorado con la medalla al valor colectivo por su actuación heroica en las primera horas del incidente Bermúdez; en el casi toda la humanidad estuvo a punto de desaparecer. A pesar de las presiones internacionales, San Edermo del Cortijo declaró unilateralmente la guerra al enemigo, sin autorización previa de la autoridades religiosas y militares. El casus belli fue una la falta de respecto.
Hay líneas rojas que la idiosincrasia no tolera. El enemigo mantuvo un bombardeo continuo e inclemente de octavillas incendiarias durante gran parte de la temporada de lluvias de aquel año. Sólo para provocar. En las mismas lo intentó todo, desde llamarnos lerdos retrasados, meterse con la honorabilidad de nuestras mujeres, la virilidad de nuestros hombres y hasta intentar poner en duda los méritos de virtud de nuestro Santo Patrón.
Como ya habíamos sido preparados por la autoridades para no caer en provocaciones (mientras los delegados Wollcot y Bowen discutían los términos de un acuerdo en Nueva York) mantuvimos escrupulosamente la calma. Hasta que un día, un espía que actuaba como agente doble facilitó al enemigo un mensaje acerca de nuestra única debilidad. Lo había cifrado entre las líneas de unas cartas sicalípticas que un prisionero de guerra escribía, a petición de su padre, ya que el pobre se encontraba muy aburrido de esperarle.
Fue un grandísimo fallo de inteligencia. No sólo porque la censura fue incapaz siquiera de sospechar, sino porque tampoco lo hiciera toda la cadena de mando de las autoridades religiosas y militares por las que —a todo su largo y ancho, hasta el último cura y cabo—, estas cartas circulaban. Lo cierto es que el enemigo fue capaz de hacerse con la información y cesó repentinamente el bombardeo de octavillas. Pero sólo para hacer fuerza. Cuando nos habíamos olvidado del incordio que significaba leer los mensajes de las octavillas a causa del estrago que la lluvia causaba en la tinta —de muy mala calidad, se conoce—, fuimos sorprendidos por una maniobra trapera, que violaba flagrantemente, la convención de Ginebra sobre usos y costumbres de la guerra. En una desenfrenada y renovada oleada de bombardeos, la cantidad de papelitos caídos llegó ocultar la luz del sol y comprometer peligrosamente la hora de la siesta. En éstos sólo figuraba una frase, la que lo desencadenó todo: Sanedermeños: !No tenéis el mejor café del mundo!