Después de las once de la mañana del cuatro de febrero de mil novecientos noventa y dos se dieron dos discursos públicos en Venezuela. Uno corto, preciso y premonitorio por parte de un militar golpista que se rendía en directo. El otro, algo más largo, fue clamoroso, efectista y desde mi punto de vista, cruel e impropio. Ese día, justo después del segundo discurso (y no del primero), supe que mi país se había jodido. Viví mi propio «momento Zavalita», pero no haciéndome la famosa pregunta del personaje de Vargas Llosa, sino con la sensación de estar asistiendo al preciso momento en todo que rompía. No porque un desconocido golpista absorbiera como un agujero negro toda la frustración de un país, sino porque un expresidente democráticamente elegido le hubiera justificado.
Rafael Caldera, que en paz descanse, había luchado por la democracia de Venezuela desde su juventud. Luego de dictaduras de variada índole —una de ellas duró veintisiete años—, en enero de 1958 comenzó para los venezolanos un periodo de estabilidad democrática gracias, según sus propias palabras, a la inteligencia que existió en la dirigencia política de sepultar antagonismos y diferencias en aras al interés común de fortalecer el sistema democrático… la integración de los Militares y Empresarios al sistema y …. el factor más importante… la decisión del pueblo venezolano de jugárselo todo por la defensa de la libertad, por el sostenimiento de un sistema de garantías de derechos humanos, el ejercicio de las libertades públicas que tanto costó lograr a través de nuestra accidentada historia política.
Mi casera y yo estábamos viendo el discurso en directo y recuerdo que más o menos al llegar a esas palabras, sentenció: —Este viejo del carajo ha entrado en campaña electoral. Ella había vivido todos los golpes del siglo XX y sabía de lo que hablaba. Entonces me dijo: —Presta atención que ahora la va al soltar… Y así fue, un poquito más adelante clamó:
Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y por la democracia, cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer y de impedir el alza exorbitante en los costos de la subsistencia, cuando no ha sido capaz de poner un coto definitivo al morbo terrible de la corrupción, que a los ojos de todo el mundo está consumiendo todos los días la institucionalidad.
Menos de dos años después de ese discurso, fue elegido presidente, por segunda vez, sin haber contribuido a cambiar nada (a mejor). Ese día fue desleal con las instituciones en lugar de serlo, como tal vez creía, con los que circunstancialmente estaban al frente de las mismas, que no es exactamente lo mismo.
La verdad no seguí escuchando con mucha atención. Me fui a mi trastienda mental a pensar en lo que acababa de escuchar. ¿Cómo era aquello de justificar el no pedirle al pueblo que luche por la libertad y la democracia porque haya corrupción? ¿Pedirle que cauterice el deseo de libertad porque pasa hambre? ¿Es que acaso el desarrollo económico derivaba siempre en democracia? ¿Es que acaso las democracias consolidadas cuando pasaban hambre se convierten automáticamente en dictaduras? Hay muchos estudios en la Ciencia Política que abordan estas cuestiones y ninguno concluyente: Por ejemplo, los Estados Unidos de América no se entregaron a una dictadura totalitaria cuando se pasó verdadera hambre en el crack de 1929; mientras otros, pongamos Alemania o Italia, si lo justificaron ante la alargada sombra de las condiciones de la posguerra de 1914.
Con la edad, tengo algunas respuestas claras a aquellas preguntas de juventud. Pienso que siempre será preferible poder gritar libremente que tienes hambre y buscar democráticamente saciarla. Preferible a tenerla y obligarse a callar, porque decir que la tienes o simplemente disentir pueda ser interpretado como traición. Pienso también que siempre será mejor el que exista la posibilidad de impedir que sinvergüenzas ejerzan el gobierno y aprender a elegir a los mejores y a escuchar con respecto e intentar entender a los que no piensan como tú. En definitiva, pienso que todos los escollos de un sistema de convivencia imperfecto como el democrático son salvables, a excepción de la claudicación de un pueblo a confiar en él para agenciarse una vida buena. Cuando esto pasa, simplemente otros empiezan a vivir por ti.