Creo profundamente en el aprendizaje desde cero. No por retrógrado, sino por progresista. Me cuesta imaginar que se pueda aprender algo de valor sin saber de dónde viene (y adónde va); especialmente, si vamos a intentar dedicar la vida a ello. Aquí el debate surge solo, sobre todo cuando se trata de destrezas que únicamente se pueden desarrollar con la práctica. Por ejemplo: ¿deben los niños aprender a sumar a mano o directamente usar la calculadora? ¿debería un estudiante de informática aprender el funcionamiento de un microprocesador o directamente programarlo?
Me interesa sobre todo la amplitud del debate, no la simplificación de si debe separarse la teoría de la práctica. Cuando enseñé a mis hijas a montar en bici, evidentemente no me extendí en una clase magistral teórica, sólo les dije una cosa, con mucho énfasis y mientras les ajustaba la parafernalia protectora: ¡el truco es la velocidad!; y se lo hice gritar tres veces, cada vez más fuerte, mientras se reían de los nervios. Se lo hacía repetir mientras adquirían la destreza y aún hoy lo recuerdan como un mantra. Sé que no sabían, con sus casi cinco años, lo que era un truco y mucho menos la velocidad, pero en media hora ya habían adquirido un conocimiento tácito de ambos conceptos, que aunque serían incapaces de definir, ya estaban internalizados para siempre.
Alguna vez le escuché decir a un profesor emérito de matemáticas que una de las primeras razones del fracaso en esta asignatura radicaba en que los estudiantes llegaban a adultos sin haber internalizado el concepto de fracción, pues se le daba (y da) más valor a que los alumnos logren la destreza de la operativa que la comprensión de su significado. Personalmente me encontré atascado en una trampa similar cuando suspendía reiteradamente matemáticas en la universidad, pues me pedían que operara con conceptos como límites, derivadas o integrales, pero sin que se hubiesen tomado la molestia de explicarme de dónde venían y qué vacío cubrieron. Lo peor es que cuando intentaba preguntar sobre ello, o no recibía respuesta o se me tildaba de incordio. Cuando me vi en la tesitura de tener que aprobarlas en solitario, invertí tiempo en enterarme sobre su sentido y luego todo fue más sencillo. Sólo con entender a la integral como el área bajo curva, cubrí el gran porcentaje de la solución de los problemas: entender lo que me estaban preguntando.
Puede que hoy en día esta aproximación tenga las de perder, pues la educación está muy orientada a la operativa, a memorizar cantidad sin aprender y a poner el objetivo en los exámenes. Pero algo deberíamos hacer. Realmente, no creo que valga de mucho el que un niño se aprenda de memoria los ríos y sus afluentes, sin ser capaz de entender o definir lo que es un afluente o de cruzar ese concepto con otras cosas que sepa. También es muy difícil luchar contra la tendencia a la gratificación inmediata, pues, comprender requiere un esfuerzo, un tiempo dedicado a pensar, a encajar lo que te dicen en tu cosmovisión. Y pocos sistemas educativos están diseñados para admitir ese tiempo (a veces de juego) y por eso sólo enseñan operativa.
Si el cerebro de nuestros hijos no empieza a experimentar momentos eureka en la infancia se acostumbrará a claudicar frente a la comprensión, a la indagación de los porqués como forma de dar sentido a lo que le rodea. No estoy hablando de aprender los fundamentos desde cero como una formar utópica de crear una generación de genios, pues ciertamente, nos desempeñamos en el mundo de muchas y variadas formas y con diferentes capacidades; simplemente abogo por ello como una forma de ser felices, que es para lo que debe servir la educación.