Antes las guerras no se explicaban, simplemente estaban allí. Los niños no preguntaba que era aquello, pues formaba parte de su realidad; una que no se explicaba con palabras, sino con dolor, asombro y aceptación. Nadie explica lo que es el miedo, el miedo es.
Como padre me tocará en nada comenzar a explicar la guerra. No quiero que se hagan una idea desde la ficción, pues podría salir distorsionada. Tampoco desde la historia, porque pasa por alto absolutamente la cotidianidad. Me gustaría explicarla desde la perspectiva familiar y cotidiana, de cómo la guerra afecta la vida de la gente por más guerra olvidada que sea. Y, sobre todo, explicarles porqué la guerra, además de mala, es inevitable; y que no se entiende a la especie sin ella.
Toda esta intención parece que está bien, el problema es que no tengo la más remota idea de cómo hacerlo y por dónde empezar. Porque para explicar la guerra hay que explicar primero la violencia y cómo ésta siempre se impone a la razón.
Las guerras no se acaban porque un bando le gane al otro. Las guerras se acaban cuando la violencia que les dio lugar y de la que se alimenta a millones de litros por segundo, simplemente se agota de repente y deja a todo el mundo con la mirada perdida como la de quién se despierta de un mal sueño que no era tal.
Pero lo más difícil de todo, será explicarles que, por mucho que se encuentren con palabras como patria, dignidad, libertad y valor; todas las guerras, absolutamente todas, terminan teniendo en su origen una causa económica, que de haber querido, se hubiese podido resolver con unos güisquis.
Yo creo que lo postergaré mientras me aclaro; que esto es mucho contar para alguien que ha tenido la suerte de haber crecido en unos de esos extraños periodos largos de inquieta paz.