pedagogía de trámite

Un día le escuché al neurocientífico y docente Francisco Mora, que el cerebro sólo aprende si existe emoción. Bueno, más precisamente, que la emoción activaba la atención necesaria para aprender. Si lo entendí bien, entonces os puedo asegurar que no hay nada menos emocionante en el mundo de la educación que la actual formación en línea.

Las primeras bicicletas tenían sillines que se asemejaban mucho a las monturas de los caballos, y los primeros automóviles no eran más que carruajes con motor. Así se desplaza habitualmente la innovación; reaprovechando todo lo que puede lo ya conocido, como una forma de transmitir sus intenciones y facilitar su adopción. El problema es que, a veces, esto es un error, y creo que la forma en que las empresas y universidades entienden la formación en línea es un ejemplo de ello.

Han pensado en que sólo se trataba de un cambio de canal, como ocurrió con el correo postal y el electrónico, pero la formación en línea debe ser muchísimo más. Si este tipo de formación (autoformación la mayoría de las veces) se entiende como leer en una pantalla lo mismo que leerías en un libro sobre las piernas, menudo desperdicio. Si además, le sumas gamificación tontuna e imágenes de gente sonriendo, junto a un test de control de vez en cuando, tienes la garantía de que el esfuerzo que deberías emplear en aprender se te va a ir absolutamente todo en intentar mantenerte despierto.

Me quejo: La formación “formal” en línea, apesta. Con perdón.

 

El que juega por necesidad

Toda mi suerte se esfumó a los once años, el día en que me gané una vaca. Luego quedó un remanente que se fue agotando poco a poco, con algún premio menor en sorteos esporádicos y con resultados nulos cuando se trataba de obras benéficas. Jamás he vuelto a ganar nada de importancia —vamos, como casi todo el mundo—; lo último, diez euros en la primitiva. Mi santa madre solía decir ante estas circunstancias: El que juega por necesidad, pierde por obligación. Y es una gran verdad. Por eso, rara vez me decanto por los juegos de envite y azar.

Creo que mi madre durmió realmente feliz media docena de noches después de los treinta años. Una de ellas fue cuando se confundió al verificar por la radio los resultados de la lotería, y creyó haber escuchado algún acierto con las terminaciones, equivalente a un premio que, según sus cálculos, le permitiría pagar la hipoteca de la casa. Sin embargo, yo no pegué ojo, pues sabía que aunque hubiese acertado, la cifra premiada se repartía, según las normas, entre todos los acertantes. Pero mamá tenía fe y guardé silencio.

Lo más inquietante del asunto, es que me dio por pensar que la fe también parecía ser un asunto del azar. Que visto en grueso, dependemos de una fuerza muy superior, omnipresente y sorda, que determina cada momento y cada aspecto de nuestra vida, y que lo hace sin contar mucho con nosotros. Y que la escasa influencia que podemos ejercer, no es más que un placebo existencial.

Con decir que la propia ciencia que estudia el azar surgió por azar, lo digo todo.

Algún día habrá que explicar la guerra

Antes las guerras no se explicaban, simplemente estaban allí. Los niños no preguntaba que era aquello, pues formaba parte de su realidad; una que no se explicaba con palabras, sino con dolor, asombro y aceptación. Nadie explica lo que es el miedo, el miedo es.

Como padre me tocará en nada comenzar a explicar la guerra. No quiero que se hagan una idea desde la ficción, pues podría salir distorsionada. Tampoco desde la historia, porque pasa por alto absolutamente la cotidianidad. Me gustaría explicarla desde la perspectiva familiar y cotidiana, de cómo la guerra afecta la vida de la gente por más guerra olvidada que sea. Y, sobre todo, explicarles porqué la guerra, además de mala, es inevitable; y que no se entiende a la especie sin ella.

Toda esta intención parece que está bien, el problema es que no tengo la más remota idea de cómo hacerlo y por dónde empezar. Porque para explicar la guerra hay que explicar primero la violencia y cómo ésta siempre se impone a la razón.

Las guerras no se acaban porque un bando le gane al otro. Las guerras se acaban cuando la violencia que les dio lugar y de la que se alimenta a millones de litros por segundo, simplemente se agota de repente y deja a todo el mundo con la mirada perdida como la de quién se despierta de un mal sueño que no era tal.

Pero lo más difícil de todo, será explicarles que, por mucho que se encuentren con palabras como patria, dignidad, libertad y valor; todas las guerras, absolutamente todas, terminan teniendo en su origen una causa económica, que de haber querido, se hubiese podido resolver con unos güisquis.

Yo creo que lo postergaré mientras me aclaro; que esto es mucho contar para alguien que ha tenido la suerte de haber crecido en unos de esos extraños periodos largos de inquieta paz.