El problema con el culto a la personalidad es que en algún momento te das cuenta de que ya lo has contado todo y te toca ponerte a inventar. Hay gente que vive de eso —un respeto para el trabajo ajeno— pero creo que mantener la tensión y el ritmo en la producción de nuevas características que realcen la imagen de la personalidad objetivo debe ser la mar de estresante.
En el ámbito del espectáculo las cosas se tienen muy claras, y es habitual y conocido que se fabrique todo tipo información/polémica para incrementar la imagen (buena o mala) de un artista. Sin embargo, suelen hacer poco daño a la sociedad las tonterías que se inventan: que si fulanito viaja con su particular retrete de cristal de cuarzo caleidoscópico para distorsionar la morfología de su propia mierda; o que menganita exige que los granos de arroz que se come tengan todos ellos el mismo tamaño y que en cada uno se distingan sus iniciales impresas en pan de oro de Budapest; por decir algo.
Sin embargo, en política es otra cosa. Allí todo esto es un peligro. Porque el culto a la personalidad llega, con mucha facilidad, a niveles esperpénticos. Por ejemplo, yo supe de muchacho que con Bolívar se había llegado al llegadero cuando se formó una comisión de investigación para determinar si el hijo de doña María de la Concepción había, alguna vez en su vida, comido mangos.
Juro haber visto por la tele a sesudos intelectuales de uno y otro bando debatiendo sobre el asunto. Como era aún pequeño, se me parecían mucho a la famosa disputa de los liliputienses enfrentados por la forma correcta de cascar un huevo cocido. Todo esto no sería importante, sino fuera porque a la gente de vez en cuando se le saltan los plomos y le da por empezar una guerra por la mínima.
Por esa misma época, estuvo Queen en Venezuela y lo anunciaban por la tele. Algunos de mis tíos eran aun adolescentes y estaban muy entusiasmados (aunque no tenían ni la más remota posibilidad de acudir a alguno de los conciertos). Era muy curioso, porque eran activistas de la extrema izquierda antiimperialistas que chapurreaban las letras del álbum The Game sin tener idea de lo que decían. De repente, en medio del corro que se formaba en torno a la televisión, mi abuela suelta, refiriéndose a Freddie Mercury: ¿A ese muchacho le habrán dado a probar arepas?
Uno de míos tíos dijo que sí (porque era un símbolo irresistible del sabor de la patria); otro que no (porque los sifrinos no comían arepa). Creo que, pasadas las décadas, la discusión aún continúa.
¡Las consecuencias del culto a la personalidad no se mueren nunca!