Rara vez un niño sabe lo que dice cuando recita de memoria una poesía. Navega por las rimas guiado más por su melodía intrínseca, que por el significado de las palabras. Aún así, es buena costumbre aprender unos cuantos versos de memoria durante la infancia. Y que se haga, incluso, aunque no se quiera. Ya que alguna mañana no muy remota, el niño dejará de ver el mundo como debería ser para topárselo tal y como es. A partir de ese instante, tan breve que casi nadie recuerda, le tocará afrontar la vida solo, siendo dueño de sí mismo. Y entonces, cuando las cosas que le sucedan carezcan de sentido y estén aún sin descubrir; cuando tiemble de miedo ante las amenazas reales o imaginadas; cuando no sepa qué rumbo tomar o en quién confiar, podrá recurrir en secreto, en un susurro íntimo y portátil, a la poesía que aún vive en la profundidad de sus recuerdos. Recitándola, podrá volver al refugio de calma de cuando la vida estaba exenta de dudas, las cosas todavía tenían olor y la muralla del amor de sus padres le protegía de todo peligro. Sólo desde allí, desde la completa sensación de sosiego infantil que sólo un adulto puede reconocer, se deben tomar las decisiones que de verdad valen la pena.