Crecí rodeado de inmigrantes que enaltecían sus patrias lejanas. Todo el rato. Desde las cosas más nimias, como la calidad inconmensurable de la pasta de dientes de su país, pasando por la excelsa educación que parecía una fábrica de gente culta, hasta un sistema postal tan puntual que las cartas sólo podían haberse transmitido por telepatía. El superlativismo (con perdón) era generalizado. Si yo decía que el himno de mi país tenía tres estrofas, alguno saltaba y me decía: eso no es nada, el del mío tiene once. Si me quejaba del estado del trasporte público, alguien evocaba un añorado terruño donde había más traviesas que gente. Los nacionales éramos minoría y vivíamos muy lejos de la capital, en la frontera y puerta de acceso de la inmigración. Mi mente infantil no podía llegar a otra conclusión: mi país era una mierda y el resto del mundo el paraíso terrenal que me estaba siendo vedado.
Se lo conté a mi madre, quien en su infinita sabiduría me dijo: —y si tan malo es, por qué crees que están aquí. Un momento de revelación. Pronto entendí que el inmigrante se alimenta de nostalgia, un alimento duro y peligroso donde los haya y que hace falta rumiar como las vacas. Al parecer, incluso quién emigra del infierno sufre en algún momento de dicha enfermedad.
Pero ya era tarde. Creo que con tanto machaque crecí con la ilusión de irme y en cuanto pude me convertí en inmigrante. Uno por elección, afortunadamente. Uno que cuidaba (y cuida) hasta el extremo no parecerse a aquellos enaltecedores de patrias de mi infancia. La verdad, como quedaba ya poco que enaltecer me resultó más fácil.
Sin embargo, en los primeros meses en el mejor país del mundo noté que pasaba algo raro. Todas las maravillas que me machacaban de pequeño estaban allí: las prometidas pastas de dientes mágicas, el correo puntualísimo, los miles de kilómetros de vías férreas, las electricidad que nunca se iba, el agua que jamás faltaba, la alegría y solidaridad de la gente, la seguridad de caminar por la calle luego del anochecer, la salud pública, el pago de impuestos, la escolarización casi absoluta, los parques infantiles, la ausencia de colas en los bancos, el precio del pan y de la leche, y el agua caliente. Había cosas malas, sí, como los políticos corruptos y muchos trabajos precarios, pero también encontré una clase media tan consolidada y un entramado familiar tan particularmente fuerte que lograba mantener los defectos a raya (aunque no lo parezca) en un elaborado ejercicio de inteligencia colectiva.
A pesar de ello, había algo en ambiente que no podía definir, como si aquello no fuera suficiente… ni siquiera surgía una falsa modestia en los locales de lo maravilloso que era todo… hasta que comencé, poco a poco a escuchar la gran frase lapidaria que resultó para mi otra revelación: ¡Este país es una mierda! Es una frase que está en casi cualquier contexto y como gran conclusión de los más dispares temas de conversación. ¿Una mierda? ¿Es que hay tanto inmigrante machacando a los locales con la cantinela de que en mi país eso no pasa, allá todo es mejor como para que le hayan comido la moral? No podía ser eso. Mas de veinte años atrás éramos unos pocos. Pasaba algo más.
Con el paso de los años y de haber conocido a mucha gente, haber digerido su historia y de echar raíces, he llegado a la conclusión de que se trata de una compleja costumbre social, una muy arraigada y que ha superado la prueba de selección natural. No es el espacio adecuado para abordar la explicación en la que seguramente entraré en muchas contradicciones, pero creo que este caso de valoración irónica de un país es uno de los pocos en el mundo.
Creo que es una costumbre tan perjudicial como la de aquel enaltecimiento ciego de los inmigrantes de mi infancia, pero es innegable que para ellos tenía una utilidad como reafirmación de identidad. Aquí, en el mejor país del mundo, pareciera funcionar justo al revés, como un elemento que procura oponerse a cualquier efluvio que pudiera contribuir a fortalecer algo parecido a una identidad colectiva.
Algún sentido evolutivo tendrá la frase en cuestión, no soy experto en la materia y mis dotes de chamán son más bien cortitas, pero creo que las nuevas generaciones tendrían que comenzar a matizar la frase, a darle una vuelta o, al menos, dejar que muera renunciando a repetírselas a sus hijos. El futuro cercano lo avizoro tan complejo, que estimo que habrá poco espacio para algunos lujos de la idiosincrasia.