Durante mi estancia en Höφp tuve el honor de ser invitado por el doctor SԀӫmek y su familia a pasar un fin de semana en la humilde y acogedora residencia campestre que levantaron con mucha ilusión en las cercanía de Câtźp. Me ahorraré los detalles del paisaje, pues resultaría muy raro encontrarse con un ciudadano occidental de cultura media que no haya visto siquiera una postal de sus impresionantes montañas bañadas de un octubre perpetuo.
Compartir con esta familia me permitió descubrir muchas cosas, al parecer detalles sin importancia, pero que marcan el carácter diferencial de los habitantes de este gran país. El detalle del que quiero hablarles hoy es el ritual de iniciación por el que pasan todos los ciudadanos a partir de los diez años. Acompañados de su padre o madre deben comenzar a prepararse el desayuno por sí mismos desde el día en que llegan a esa edad y que consistirá, hasta que dominen la técnica, en cocer avena en leche.
Aunque parece simple, las investigaciones recientes concluyen que el acto de cocer avena, especialmente en las primera horas del día, produce la activación de ciertos neurotransmisores que fomentan el desarrollo intelectual y, especialmente, el cultivo de la paciencia y el autocontrol. Debido a las características propias del cereal, durante su cocción requiere ser removido constantemente, tanto para evitar que se pegue como para que el burbujeo del hervor no termine por sobrepasar los límites del recipiente en cuestión. Es en ese mover y remover durante unos doce minutos de atención, en los que se produce la magia.
Una tesis doctoral, aun pendiente de publicación, llevada a cabo en el departamento de neurología computacional de la Universidad Alvadiana de Höφp ha llegado a la conclusión de que los efectos cerebrales de esos minutos matutinos meneando la avena y que llevan a cabo casi todos los habitantes del país, son sorprendentemente parecidos a los marcadores cerebrales de los monjes tibetanos en meditación profunda sometidos a resonancia magnética funcional.
Así, la concentración en el oleaje de la mezcla, el contemplar como adquiere su textura, el hacerlo una y otra vez, e incluso el esperar a que se enfríe para comerla; todo ese simple ritual ancestral es el que logra, en buena parte, el carácter comedido pero impetuoso, innovador pero pragmático y reservado pero empático de los habitantes de una país que no deja de sorprenderme.
Por último, un descubrimiento decepcionante. Estos efectos, como en el aprendizaje del piano o el violín, sólo se logran si se empiezan con la práctica a muy temprana edad. He intentado ir contra la evidencia y no he logrado más que angustia y desesperación, avena incomible y muchos preciados minutos matutinos en dejar la cocina limpia otra vez.
¡Ah!