Hará cerca de un par de años reflexionaba en una nota sobre la inminencia del cumplimiento del deber de explicar la guerra a mis hijas. Quería explicarla desde la perspectiva cotidiana, de cómo afectaría nuestras vidas, de darse el caso, y de cómo nos adaptaríamos y reaccionaríamos. En aquella oportunidad terminé la nota postergando el deber, porque, aunque tenía experiencia previa con la violencia —vengo de un país del tercer mundo— no es ni de lejos el tipo de violencia integral que se hace compacta en una guerra.
Pero todo ha salido mejor de lo esperado. Mi mujer y yo cumplimos con el deber de forma progresiva cuando comenzamos a ver que los políticos se seguían dando la mano al inicio de la expansión de la epidemia del coronavirus del año 20. No los culpo, lo hicieron todos y en todos los países. Es propio de la condición humana. Somos la mar de ineficientes para hacer pronósticos, especialmente los de amenazas. Además, es algo que pasa también al inicio de las guerras convencionales: no hay que olvidar el júbilo y la soflama patriótica de las familias europeas cuando mandaban a sus hijos al frente en el verano de 1914 convencidos de que estarían de vuelta a tiempo para celebrar la navidad.
También ha salido mejor de lo esperado por otro elemento importante: La impresionante plasticidad del cerebro infantil. Explicamos con calma cuál sería nuestra nueva realidad por adelantado —sólo bastaba mirar a China como ejemplo— y cuáles serían las cosas que deberíamos esperar y que esas cosas irían cambiando; que había que estar alerta y colaborar todos. No ocultamos información, lo que sí hacemos es filtrarla, para adaptarla a sus edades. Pensamos que los niños no deberían ver los telediarios, pero tampoco estar ajenos a su entorno.
En efecto, una pandemia no es una guerra convencional, ni-de-le-jos, pero tiene otros aspectos similares: incertidumbre elevada, cambio drástico en el estilo de vida, ruptura de la estabilidad económica familiar, sobre todo por las pérdidas de empleo, muchos muertos, muchos heridos, muchos cercanos, dolor, humor, crueldad, tristeza, crisis sanitaria, reconversión de las cadenas de producción, desconcierto, escasez de recursos, héroes anónimos, desconfianza del prójimo, oportunistas, solidaridad con el prójimo, pánico variable, farsantes, insensatos, crisis económica, miedo y esperanza.