Mi madre se aprovechó del fantasma de mi padre durante casi toda mi infancia. Con la intención de conjurar el destino, una buena tarde decidió, en medio del luto y sin mayores explicaciones, coger lo poco que teníamos y buscar futuro en otro pueblo: “esas cosas no se preguntan, mijito”, fue lo que me respondió cuando le insistí con un despreocupado pa’ dónde mientras obedecía la instrucción de guardar mis tres juguetes en un morral y añadir, a regañadientes, la muñeca de mi hermana. Se lo pensó otra vez y añadió: «Adonde nadie nos conozca, carajo…”. Ahora sé que lo hizo para evitar dar lo peor que se puede dar: lástima. Pero eso lo he sabido de mayor, no entonces.
Mi padre se fue pronto, pero tuvo tiempo de dejar sembrados en mí unas cuantas certezas fundamentales que me han hecho la vida más fácil: por ejemplo, que el Sol es una inmensa bola de fuego y las estrellas fósforos de palito; que Dios era zurdo y que le deprimía sobremanera la alopecia pertinaz que padecía; o que los relojes de pulsera debían usarse en la muñeca derecha para que así cundiera más el tiempo. También me prometió, como en las pelis, que pasara lo que pasara, siempre estaría con nosotros. Aunque, según se vea, faltó a la promesa tan pronto como tuvo oportunidad.
En el nuevo pueblo, mamá se volvió muy reservada y no interactuaba con los vecinos mas allá de los saludos protocolares. No quería dar explicaciones “¡más nunca!” y menos contar que era viuda y nosotros huérfanos. Simplemente, esperaba que fuera deducido por las malas lenguas. Pero el cuatro de septiembre de mil novecientos ochenta y tres, cuando mamá volvía de una guardia del hospital, el señor Pedro, regente de la tienda de abastos que quedada enfrente de nuestra casa, le dio los buenos días, le habló del tiempo y le mandó “saludos a su marido”. Mi madre, impávida, respondió con su sonrisa de monja carmelita: “se los daré de su parte”. Con los días pudimos averiguar que un señor trigueño, alto para la media y una tierna mirada a dos aguas, salía de nuestra casa todas las mañanas a las siete y que volvía, ya por la noche, con su ropa de trabajo y una bolsita del supermercado. Y que lo hacía sin más gestos a los vecinos que la mano en alto en señal de saludo y el susurro de buenas noches para los que supieran leer los labios. “Tu papá es un señor muy serio” me decían los carajitos de la pandilla, a lo que yo respondía, como mi madre, que sí, pero que me quería mucho. Lo mismo debíamos decir, por instrucciones de mamá, cuando tocaban la puerta los vendedores de enciclopedias y preguntaban por papá. “No está, salió un momento a hacer una diligencia”. Correctamente pronunciada se dice deligencia, y en el protocolo caribe significa algo que no es asunto suyo.
Algunos vecinos aseguraban haber visto a ese señor trigueño mientras íbamos andado al colegio, atravesándose para que cruzásemos las calles o sacudiéndonos las rodillas cuando nos levantábamos de las caídas. Con los años, afirmaron haberlo visto como una segunda sombra de mi hermana, que ella explicaba como un curioso fenómeno óptico; mientras aseguraban otros que cuando merodeaban malhechores por el lugar, salía de la casa un fuerte olor a coliflor hervido para advertir de su presencia. Incluso el señor Pedro aseguraba haberse tomado una cerveza con él en alguna ocasión: “Un señor muy reservado, pero buena gente”, decía.
Probablemente sin intención, mamá terminó resolviendo ambiguamente una duda existencial de mi infancia usando el fantasma de papá. Preocupada porque me fuera a enterar por otros y me tomaran por ingenuo, me reveló una noche, antes de irme a dormir y bajito-bajito, al oído, para que no escuchara mi hermana, que los regalos de navidad no los traía mágicamente el Niño Jesús (yo ya tenía mis dudas), sino que los traían los padres. “¿Lo entiendes?”, me preguntó. Dije que sí, por supuesto. Todo aquello me resultaba más verosímil. Era mucho más lógico que lo hicieran los padres y no las madres, que siempre estaban más ocupadas. Así que tenía todo el sentido del mundo que el fantasma de papá pudiera dejar los regalos debajo del árbol cada Noche Buena sin que nos diésemos cuenta. Total, todo el mundo lo podía ver, menos nosotros.
Cuando llegó el momento, le conté la verdad a mi hermana, que lo entendió con tanta naturalidad como yo. Desde entonces, nuestras cartas con los deseos de navidad no se hicieron al Niño Jesús, Papá Noel o a los Reyes Magos, como se hacen en otros lugares, sino a nuestro santo Padre. Un señor trigueño, alto para la media y una tierna mirada a dos aguas que cumplió con la promesa de siempre estar con sus hijos… pasara lo que pasara.
Nota del Cartero:
¡Feliz Navidad querido lector! . Los milagros son más normales de lo que parece, están a la vuelta de la esquina y muchas veces se llaman simplemente hechos.