Mi memoria se hace mayor. Así que, aunque estaba casi seguro, opté por repasar la hemeroteca para cerciorarme. Y en efecto: no encontré referencias. No hay registros de que a principios de siglo se hubiesen llevado a cabo grandes manifestaciones por todo el planeta, de esas de pancartas, gritos y gas lacrimógeno, en contra del sildenafilo y mucho menos del tadalafilo.
Os juro que he escarbado mucho en su búsqueda, pero no encuentro evidencias de que nadie cuestionara la serendipia del descubrimiento farmacológico, ni se interesara por los cuestionables plazos de los ensayos clínicos. Tampoco hallo referencias sobre dudas o miedos, aunque fuesen someras, sobre los posibles efectos secundarios a corto y largo plazo. Nada de nada. Ni siquiera una vulgar teoría de la conspiración o terribles amenazas contra la libertad individual.
Y no eran cosas menores. Entre los efectos secundarios de aquellos fármacos se encontraban (y encuentran) nauseas, migrañas, dolores musculares, taquicardia, vértigo, erupciones cutáneas, sangrado nasal, accidentes cerebrovasculares, perdida de audición y una curiosidad cromática de la vista que hacía que todo se viera azul y que la gente se tomó con jocosa tranquilidad. En un análisis personal, la mar de objetivo, los pacientes afirmaban que los beneficios compensaban con creces todos y cada uno de los riesgos. Que se administraban sus dosis con confianza ciega en las garantías de las farmacéuticas y las veces que fuese necesario. Que estaban muy agradecidos por lo que la ciencia era capaz de hacer por la humanidad.
Veinte años después, ante una pandemia de estas proporciones, el movimiento antivacunas-covid me resulta, honestamente, el más absurdo de los postureos pandémicos. Pero no puedo hacer nada. El postureo está amparado por el estado de derecho. ¿O no?