Sé perfectamente que me meto en camisa de once varas, pero hay momentos en la vida en los que hay que abusar de refranes y frases hechas, coger el toro por los cuernos, hacer de tripas corazón y cruzar el rubicón con ímpetu para poner un pie al otro lado de las líneas rojas de la sociedad. Hoy es uno de esos momentos. No podemos seguir así. Corremos el riesgo de extinguirnos si continuamos por este camino de calmadas tormentas y represión.
Entiendo perfectamente las razones por las que nuestros legisladores optaron por cortar por lo sano y prohibir la sorpresa. Un consenso pocas veces visto en democracia que nos pemitió implantar un agresivo programa escolar para erradicar, desde la mas tierna infancia, los gestos de admiración ante lo impresionante, lo loable, lo extraordinario, la azaña, lo maravilloso y lo bello. Había poco que objetar, fue una medida ratificada en referendo.
Y fuimos muy efectivos. Rápidamente pasamos de un desinterezado elevamiento síncrono de hombros, gesto supermo de indiferencia, a la total inexpresividad exenta de cualquier culpa. La incapacidad para sorprendernos pasó a ser símbolo de madurez y ecuanimidad, además de un reclamo de libertad individual y la manera más popular de amputar la incertidumbre.
No pretendo ser revisionista, pero tenemos que volver a hacérnoslo ver. Por nuestro bien. Es urgente revertir aquéllo y lograr que las nuevas generaciones vuelvan a abrir la boca, arquear las cejas, sentir que se les sale el corazón y notar las mariposas en el estómago ante historias superlativas de la ciencia, números imaginarios, poemas asombrosos, cuadros imprevisibles, esculturas escandalosas, edificios hermosos, la digestión del primer beso o los alegres pliegues de las proteínas. Que sientan la felicidad súbita de admirar de forma expontánea lo que nos trajo hasta aquí: la portentosa curiosodad innata que nos permite hacernos preguntas y buscar las respuestas.