De pequeño mi padre me llevó al cine. Lo hizo en cuatro ocasiones antes de cumplir los ocho años, luego murió. A mi padre le gustaba leer novelas del Oeste, un género literario popular tanto en su trama como en su precio. Le recuerdo alguna tarde de sábado echado en la cama sosteniendo el librito de turno con la portada costumbrista apuntando al techo mientras devoraba el contenido sin aparente esfuerzo. Como no tenían dibujos, rara vez me atreví; además, papá me decía que no era apta para niños. A pesar de ello, las cuatro películas que vimos juntos fueron Westerns.
En efecto, el lenguaje cinematográfico de este género se me escapaba y a decir verdad estaba más interesado en el ritual y la parafernalia de la técnica. Me moría por develar el misterio que había detrás de la ventana de proyección; conocer cómo esa luz blanca que salía a chorros terminaba convirtiéndose en gente que conversaba de sus cosas, montaba a caballo y se pegaba tiros sin dejar mucha sangre. Pero esta prolongación del género literario en el cine causaba un extraño efecto en papá, pues justo en la típica escena de la puesta de sol en la que algún señor con pinta de no ducharse mucho se desplazaba lentamente en su caballo delineando el horizonte, papá se dormía. Absolutamente.
Mi misión era despertarle cuando salieran los créditos, nunca antes. (Sí, formo parte de la última generación que respetó la siesta de sus padres). Cuando despertaba, hacía como si sólo se hubiese perdido un poquito y me preguntaba si me había gustado. Yo respondía que sí. (También formo parte de la última generación que respetó las mentiras de sus padres).
No dio tiempo a preguntarle de mayor por qué se dormía con las pelis y no con los libros, entre muchas otras cosas. Probablemente le pasaba como a tantos, de forma que las torpes adaptaciones al cine de éstas obras literarias le defraudaban y eran castigadas con el más cruel de los gestos para un creador, el producir sueño con su trabajo.
Hoy es distinto. A los niños ya no les interesa la salita de proyección, donde ya no hay bobinas de película ni errores del proyeccionista. Ese gran factor humano que formaba parte de la experiencia de asistir al cine analógico. Asimismo, los estudios han reconvertido el concepto de cine familiar y buscan siempre hacer dos pelis en una para que nadie se le duerma. Una para los niños y otra para los padres. Se aprovechan de que el cerebro de los pequeños no tienen acceso a elaboraciones complejas, como la ironía, el sarcasmo y los guiños a situaciones adultas. Esas cosas se desarrollan, con suerte, con la edad. También se aprovechan de que los mayores tienen más tolerancia al aburrimiento cuando el estímulo se queda corto. Así por ejemplo, el cerebro infantil se ríe cuando le toca (o se asusta) y, habitualmente, obvia todo lo demás que no entiende. Curiosamente es un arte que puede desarrollarse de forma higiénica y con cierta facilidad en el cine, pero difícilmente en la literatura. A veces lo llevan al extremo, y ciertamente me pongo en alerta, como puede estarse ante películas recientes como Inside out (Del Revés) o The secret life of pets (Mascotas).
En fin. Procure que cuando sus hijos le vean leyendo (y trate de que así sea, sin dramatizar, eso sí) le vean interesado, sin bostezar. Busque lectura que guste, no tiene por qué ser sofisticada. Aunque los niños no terminen leyendo por imitación, les dejará un buen recuerdo de sí mismo. Y quien sabe, tal vez alguna tarde les de por coger un libro y, además de disfrutarlo, ejerciten un poco la paciencia, ya que los pobres están siendo criados en la tiranía de la inmediatez.