El Ministerio del Tiempo es una serie de ficción española que aborda el añejo recurso del viaje en el tiempo. Lo hace desde una perspectiva muy vernácula; muy alejada de los patrones establecidos por los creativos estadounidenses. Y se agradece. Es un ministerio que ha permanecido secreto desde los tiempos de Isabel La Católica hasta la actualidad y, como todo ministerio, es llevado por una burocracia de funcionarios públicos, con todas sus consecuencias. Hay patrullas que viajan por el tiempo (siempre pasado) a través de unas puertas que llevan apuntadas a mano en una libretita de teléfonos; y no tienen más tecnología que los teléfonos móviles que funcionan entre las puertas. Van realizando ajustes cuando ven alguna cosa que se está desviando de lo que realmente pasó. Su premisa es no alterar el futuro conocido, y reclutan a los agentes a lo largo de la historia. Por ejemplo, quien realiza los retratos robot al carboncillo es el mismísimo Velázquez. Ahora bien, tienen una restricción: sólo se puede viajar al pasado de lo que fue, de alguna forma, dominio político desde la perspectiva española. Es decir, podrían viajar a Venezuela desde 1492 , pero sólo hasta el 30 de marzo de 1845, cuando se firmó oficialmente la paz entre ambas naciones y se reconoció al estado venezolano como independiente de España. Y allí vamos.
Sé que alteraría la premisa básica, pero si pudiera viajar al pasado a realizar alguna trampilla para ayudar a la patria de hoy, lo haría a primeros de Octubre de 1813. Ese mes se le otorgó al Libertador el título de Libertador. Y es verdad que él le tenía mucho cariño a ese honor y que además era muy merecido, pero aceptándolo, probablemente por estrategia —ya que se olía que la guerra de independencia sería larga— me da que fortaleció en la psique criolla la figura del caudillo imprescindible, una loza mental que el país no se ha podido quitar de encima. Luego de aquéllo, mandaría otra patrulla a 1819, mientras el Libertador estaba redactando la Constitución para el Congreso de Angostura. Al frente de la patrulla mandaría a Jeremy Bentham, por quién el libertador sentía mucho respecto. La misión: convencerlo de que propusiera un modelo parlamentario en lugar de presidencialista. ¡Muchacho loco! Pensará alguno, pero… y por qué no. Probablemente es el modelo que más se acerca a la idiosincrasia Caribe, aunque resulte contraintuitivo. Seguro que es un tema que se ha tratando largamente en las escuelas de Ciencia Política de las universidades del país, pero tal vez sea hora de debatirlo seriamente de cara al doloroso parto del futuro inmediato. Tal vez fue un desliz del Libertador optar por el modelo estadounidense sin los checks and balances perceptivos. Sé que hizo lo que consideraba lo mejor en su época y contexto, pero como constitucionalista no le fue muy bien.
La historia ha demostrado lo fatídico que ha sido el modelo presidencialista para el Caribe. Depende tanto de la virtud del caudillo de turno que nos hace falta un modelo menos ingenuo, que asuma que somos imperfectos, caóticos y eclécticos. No tiene que ser a la inglesa. Lo mínimo que tomaríamos del parlamentarismo europeo serían las dos cámaras constituidas por elección directa, universal y secreta; que la cámara baja elija a un gobierno que necesite de su apoyo para gobernar, y que, finalmente, ceda a dicho gobierno la iniciativa legislativa. De allí en adelante, se puede innovar lo que haga falta. Por ejemplo, a mi me gustarían distritos electorales entremezclados para la elección, por ejemplo, que los votos de la mitad de un estado se junten con la mitad de otro para la asignación de curules. O que directamente se pase de todo y se use una circunscripción única. Eso sí. Nunca menos de mil quinientos diputados y tantos senadores como municipios; y una cámara adicional, digamos de sinceración, para cuando la cosa se ponga realmente fea, de 100 ciudadanos distribuidos equitativamente por edades y elegidos al azar. ¿Y el poder judicial? También por sorteo, ya que estamos, con carácter bienal y a seleccionar entre juristas jubilados con al menos veinte años de ejercicio.
Sería bonito ver a los presidentes de dichos gobierno sometidos a sesiones de control mensuales, donde tengan que estar explicando lo que hacen y viendo a la oposición sancándole los colores. ¡Hay que avergonzar al sinvergüenza!, que es cosa sana. También serían admitidos otros detalles, como la incorporación de partidas de dominó en las sesiones y celebraciones con fiestas públicas con orquesta por las aprobaciones de las leyes. Pero lo mejor de todo el asunto sería que cuando el gobierno pierda el apoyo parlamentario, dicho gobierno caiga. De hecho, sería la situación ideal, la alta rotación de los gobiernos. No hay que tener miedo. Se puede vivir sin gobierno, sólo hace falta la burocracia del Estado: Los italianos, que han aportado tanto a nuestra idiosincrasia, llevan más de 60 gobiernos distintos desde la segunda guerra mundial y allí están, firmes como la octava economía mundial.