Cuando un adulto se hace la ortodoncia todo el mundo calla. Es un raro silencio estético, a veces incómodo, como el que se produce en el hacinamiento de los lentos ascensores de los hoteles del centro. Procuras no mirar, pero están allí. Esos aparatosos brackets que le hacen hablar raro al señor del octavo, quien hasta hace unos días sonreía sin complejos, pero que ahora baja en silencio después de los buenos días, con la venia de los vecinos. Nadie dice nada. Parece un reflejo de la evolución, porque seguro que dirían algo ante el nuevo corte de pelo de su señora o el vaporoso cambio de armario del divorciado del primero derecha. Vamos, ni las nuevas tetas de la chica del quiosco dejarían de encontrar a alguien que se las alabe a gusto con una mirada lateral de torpe disimulo. Pero con los brackets no. ¿Por qué a estas alturas? pensarán unos. Será la crisis de los cuarenta, dirán los más mayores. Pero siempre en silencio.
Creo que pasa porque nos guardamos inconformidades con mucha facilidad y por mucho tiempo. En el fondo, no nos resignamos nunca a aquella nariz que nos tocó en suerte o a esos dientes cancán que no terminaron de alinearse nunca. Por eso el silencio. Simplemente, tratamos a los demás como nos gustaría ser tratados: no vaya a ser que un día de éstos nos dé por arroparnos más allá de donde nos llega la cobija, nos calcemos unos brackets y empecemos a hablar raro, como el marido de la señora del octavo.
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