Creo que mi fascinación por la exploración del espacio tiene que ver más con el sentido de la épica que con la curiosidad científica. Cada país que se ha embarcado en la exploración del espacio, especialmente los que lo han hecho con vuelos tripulados, han configurado sus programas muy condicionados por su idiosincrasia. Los estadounidenses hicieron de ello un gran espectáculo por el que los contribuyentes pagaban sin mucho rechistar, incluso mientras libraban una costosa guerra en Asia. Por su parte, los rusos supieron aprovecharlo como un gran medio de propaganda ideológica con la sonriente cara de Gagarin recorriendo el mundo. Pero hay una características de estos últimos por los que siento debilidad: La cercanía. Ese momento en que los ingenieros juegan a directores de escena.
Hoy, como en cada vuelta de la veterana Soyuz, lo han vuelto a hacer. Han cogido sus sillas mecedoras, sus mantitas, las banderas, los móviles para que saluden a la abuela, los termos con sus bebidas calientes y las manzanas para el mareo; y se han agolpado juntos, técnicos y familiares, como si estuvieran en el área de llegadas de los vuelos internacionales. Es que hasta los especialistas, que figuran al fondo subidos en la nave, me recuerdan a aquella escena de la infancia, en la que lo primero que uno hacía cuando papá llegaba de viaje, era subirse al coche a escudriñar, a ver qué nos había traído.
Maravilloso.