Me formé en una universidad rara. A los ingenieros nos obligaban a estudiar cosas tan poco habituales en la disciplina como Economía o Legislación y Ética. No eran extrañas optativas, sino obligatorias en toda regla. De éstas y algunas otras asignaturas se asentaron en mi psiquis algunos actos reflejo. Recuerdo como si fuera hoy cuando me dijeron, en la primera sesión de Economía, que la misma era una ciencia social. ¡Una ciencia social! No lo parecía, especialmente cuando te explicaban el flujo circular de la renta o la “ley” de la oferta y la demanda, pero lo era.
Como ciencia social, sus capacidades de predicción siempre han estado condicionadas por la incertidumbre de todas la componentes que la rodean. De hecho, nada se repite tanto en los texto de economía como la expresión Ceteris paribus. Esos mismos textos que normalmente explican mejor lo que ha pasado que lo que exactamente va a acontecer; mientras los autores se divierten quitando de en medio la incertidumbre con la recurrida coletilla en latín.
Sin embargo, un buen día lo entendí todo. Cayó en mis manos un librito mínimo de John Kenneth Galbraith titulado Breve Historia de la Euforia Financiera. Me dejó ver que en economía no todo es como parece, que la gente no siempre actúa como se espera y que muy habitualmente hace todo lo contrario a las expectativas. Aunque parezcan absolutas locuras. Es entonces cuando a aquel economista que logre explicar tan irracional comportamiento, tamaña rareza fuera de la norma, se le otorga un prestigioso Nobel.
Por eso creo que no. Que la pandemia del año veinte no será la debacle del mundo tal y como lo conocemos, y que tampoco cambiará la naturaleza humana como se afanan en repetir un día sí y otro también los economistas. Que no transformará la geopolítica y mucho menos los hábitos económicos previos a la crisis. Al menos, no en la dirección que haga pensar en una involución de las costumbres, incluso de las más peligrosas, como las que tienen implicaciones ecológicas. A parecer, los humanos necesitamos olvidar rápidamente para seguir viviendo y hacer como si nada hubiese pasado. Sólo respetamos en esa constante el recuerdo de lo querido. De no ser así, cómo explicar que seamos más de siete mil millones con unas cuantas pandemias a cuestas.
Casi nada de lo que predigo suele cumplirse, por eso siempre hablo de creencias. Y sé que la de esta ocasión parece contraintuitiva vista desde dentro, pero a mí me da que junto a la vacuna deseada irá de polizón un poderoso placebo de olvido, el misterioso compuesto del progreso de la especie.